El viejo régimen ya no existe, pero perdura. El sistema autoritario mexicano del siglo XX se ha ido, mas muchos de sus rasgos siguen funcionando. Todo el nuevo sistema electoral que representa la democracia delegativa se pone en cuestión ante la evidente impunidad, corrupción y represión característica del nuevo sistema de partidos. Ya no gobierna una sola fuerza partidaria, pero todas gobiernan de manera similar. Si bien hay reglas formales para la disputa por el poder, las informales determinan el proceso. Esta complejidad del Estado y régimen mexicanos debe ser explicada, pues su conceptualización como democracia en consolidación es a todas luces no sólo insuficiente sino claramente una noción ideológica. Estas características nos obligan a repensar el Estado mexicano hoy. Presentamos aquí algunas tesis por explorar y fortalecer como parte de esa reflexión.
I. Liberalización forzada
Durante las últimas tres décadas del siglo XX, el viejo régimen priista se vio obligado a realizar reformas electorales que le permitieran evadir el peligro que significaban los movimientos antisistémicos y democratizadores. Este proceso de “liberalización” política buscó evitar a toda costa una salida de ruptura o de escalamiento antisistema, lo que da cuenta de la enorme capacidad de las elites para afrontar crisis políticas y ofrecer salidas estabilizantes y domesticadoras. A la vez, habla de cómo se erosionó paulatinamente la hegemonía del régimen y de la importancia de las luchas y fuerzas que lo confrontaron. La apertura política no respondía a un plan premeditado ni a un proyecto de democratización del propio régimen. Era el resultado zigzagueante contra la impugnación desde sectores de la burguesía, las clases populares y la izquierda nacional-popular, así como de las paulatinas respuestas que se vio obligado a dar. La apertura política resultó de una serie de reacciones defensivas y oscilantes que modificaron de modo progresivo el sistema en su conjunto, cambiando su rostro. El proyecto de la elite autoritaria era la reforma económica neoliberal, ya en curso, no la política ni tampoco la del Estado, un tipo de gatopardismo obligado, una estrategia de adaptación que, frente al peligro del colapso sistémico, hacía cambios para perdurar. Éste es el elemento característico del nuevo régimen, que se aleja por completo prácticamente de todas las transiciones democráticas en el mundo. En México no hubo una caída o destitución del régimen como en algunos casos de Europa del Este, implosión como en la Unión Soviética, tampoco salida acordada o pacto explícito de democratización como en Sudamérica y sus dictaduras militares. En México hubo un empate de fuerzas políticas, donde el viejo régimen fue obligado a liberalizar de manera gradual el proceso de disputa del poder, pero esto se realizó bajo su conducción y hegemonía.
II.Clase política ampliada
La liberalización forzada derivó sin planearlo en una integración deformada de la oposición, configurando una “clase política ampliada” que subsumió al resto de los partidos a la lógica del régimen, los cuales han orbitado alrededor del viejo partido hegemónico. El cambio político operado en México aparece más como un proceso de ampliación de la vieja clase política que de reforma estatal, más como un proceso de inclusión, subsunción y amalgamiento de la oposición que de fundación de un nuevo sistema, más de liderazgo y dominio de la vieja clase política que de renovación, más como un proceso de inclusión de elites que de desmantelamiento del viejo régimen. La clase política ampliada se funda separada de las subalternas, de manera oligárquica y alejándose del pacto popular que sustentaba el viejo orden. La nueva clase política ampliada es también la vieja clase política fragmentada. Ésta crea reglas institucionales y de Estado, pero también sigue muchas de las antiguas reglas del viejo autoritarismo, que han mutado sin eliminar sus rasgos esenciales.
Ello se debe a que la alternancia se dio en condiciones excepcionales: los tres partidos políticos llegaban a esa bifurcación después de la implantación de una liberalización forzada de reformas electorales parciales conducida hábilmente por el régimen; con una clase política ampliada, la primera cogobernando desde 1989 y la segunda desde 1997; con partidos opositores al oficialismo carentes de alcance nacional sin poder competir de manera real con la capacidad territorial, organizacional, clientelar y corporativa del viejo partido de Estado; sin que existiera un programa, proyecto o plan de alternancia o transición, ni del partido oficial ni de las fuerzas opositoras; sin que se hubiera establecido un acuerdo explícito entre las elites partidarias acerca de cómo transitar hacia un nuevo régimen; con las clases subalternas disgregadas y sin referentes propios. La debilidad de las fuerzas partidarias opositoras y la de las clases subalternas derivó en una floja transformación del viejo régimen. La debilidad estructural de los partidos opositores provocó que fueran subsumidos, la debilidad de las clases populares provocó que fueran excluidas. El triple clivaje de alternancia, subsunción y exclusión fue el proceso de integración de una clase política ampliada.
El viejo régimen se ha reformado lentamente. Estas relaciones estatales funcionan ahora de manera asimétrica, desordenada, asistemática y disfuncional. Los poderes metaconstitucionales del presidencialismo se han acotado, pero su margen de discrecionalidad y uso faccioso de la ley es abrumador, y esta forma de gobierno la multiplican de manera desarticulada gobernadores de todas las fuerzas políticas. Aunque las mayorías absolutas dejaron de existir, el Congreso poco o nada ha servido para matizar, modificar ni, mucho menos, rechazar el poder presidencial en materia de reformas. El viejo partido perdió la mayoría en el Congreso para reconformarla inmediatamente haciendo dúo con el PAN. La abierta manipulación de jueces y procesos judiciales estratégicos realizada por los tres presidentes postalternancia, o el amplio margen de violaciones de la ley por todos ellos, debería atemperar los análisis que hablan del fin del presidencialismo o celebran sus cambios.
El viejo corporativismo hecho jirones ya no ordena al Estado mexicano, pero las viejas y destartaladas estructuras clientelares, y otras nuevas, funcionan como maquinaria del partido dominante; a su vez, se generan disputas interpartidarias por el control de nuevas y viejas clientelas que contienen la organización autónoma de la sociedad manipulando relaciones de protección y lealtad. La liberalización forzada y la clase política ampliada lejos de favorecer la democratización de la sociedad propiciaron el recambio de jefes de clientelas y el surgimiento de corporativismos, los cuales derivaron en un neoclientelismo territorializado moderno. México se encuentra muy lejos de cumplir una garantía básica de las democracias liberales, pues no se cumple la libertad de organización sindical, y las libertades democráticas básicas de expresión, manifestación y organización son vulneradas de modo sistemático.
La forma de relación de los gobiernos de la clase política ampliada frente a los movimientos sociales se centra, si bien con diversas formas e intensidades, en la utilización facciosa de la justicia que deriva en la continuidad del uso de la prisión política como forma de disciplina; en la brutalidad policiaca y las abiertas violaciones de derechos humanos básicos; en la negación y el desconocimiento de los actores sociales; en la fabricación de delitos, campañas de odio, estrategias de penetración y división de organizaciones, movimientos y comunidades. En suma, criminalización y judicialización de los conflictos forman el dispositivo autoritario del nuevo régimen que, de manera decisiva, se basa en la violencia. Éstas se realizan al amparo de facultades legales, ilegales y extralegales del gobierno federal, pero también de los estatales y hasta locales, llevándose a cabo mediante una fuerte influencia de los Ejecutivos sobre las capas bajas e intermedias del sistema de justicia. México está lejos de ofrecer un marco de respeto de las garantías individuales en clave liberal para los opositores, movilizados y disidencias.
El sistema político de partido hegemónico que México vivió durante el siglo XX funcionó, como sabemos, a partir de la configuración jerárquica y de la concentración de poder y disciplina en torno del presidente, de la estructura de gobierno supeditada a él y de la estructura partidaria que, a su vez, integraba e incluía de manera subordinada a las clases subalternas organizadas corporativamente. Esa estructura piramidal actuaba y se disciplinaba mediante claras relaciones de mando-obediencia verticales.
Sin embargo, dicho poder pudo fluir sólo mediante el ejercicio de una enorme dosis de arbitrariedad, discrecionalidad y patrimonialismo, proveniente del Ejecutivo federal y a lo largo y ancho de esa estructura organizativa integradora. El poder discrecional, más allá de lo definido legal y constitucionalmente, era por así decirlo el aceite que lubricaba el funcionamiento de la poderosa maquinaria estatal del régimen. “El Estado descansó en relaciones, formas y condiciones extrainstitucionales” (Anguiano, 2010: 30).
El carácter extrainstitucional de la relación gobierno-sociedad estaba representado en abuso, discrecionalidad y concentración de poder, arbitrariedad autoritaria, manipulación de la legalidad y, en especial, capacidad de simulación. Ese margen de autoritarismo constituía también un campo fértil para la corrupción generalizada. En ese orden de ideas, debemos separar la arbitrariedad política ilegal, alegal y extralegal funcional al poder político mexicano en su conjunto y al abuso de poder público para fines privados, es decir, la corrupción. La primera era un verdadero orden institucional: la mordida, el cochupo, la iguala, el chayotazo, el robo, el fraude, el desvío de fondos, el manejo de bienes sociales, la venta de plazas, la compra de voluntades, entre otros. (Anguiano, 2010: 65) estaban orientados a mantener la estabilidad del sistema. Las relaciones de impunidad y corrupción tenían límites: los intereses del propio sistema político, el disciplinamiento partidario y estatal, la lealtad jerárquica y vertical en la red de regulación de poder del partido cuasi único. Era una regulación de irregularidades. Esa lógica institucional de la corrupción al servicio del Estado se desinstitucionalizó al sobrevenir la alternancia.
La vieja lógica de ese imperio de corrupción e impunidad, organizada por el partido de Estado, en su forma burocrática institucionalizada derivó en un desbordamiento de la corrupción basada en el interés particular de los integrantes de la clase política. Planteamos que, en vez de que tuviera lugar un proceso de superación o sustitución de la lógica de poder del viejo régimen, su funcionamiento se degradó. La amplia corrupción del viejo régimen también se ha transformado. La disciplina y la lealtad a las jerarquías del partido de Estado se han debilitado, no para desaparecer sino para ser sustituidas por corrupción desinstitucionalizada, que se lleva a cabo de manera molecular entre los cientos y cientos, quizá miles de militantes que, en realidad, utilizan a los partidos como plataformas para lograr sus intereses privados de poder y, probablemente, de enriquecimiento personal. Por ello hay una especie de metástasis de la corrupción, ligada al proceso de lucha abierta desinstitucionalizada entre partidos, a la lucha intrapartidaria y a la lógica creciente de trasvasamiento entre las fuerzas políticas.
A ello hay que agregar que en su lucha por el poder, la clase política ampliada utiliza estrategias mercadotécnicas, personalistas, populistas, posicionamiento adelantado en medios masivos, desvío de recursos, guerra sucia, utilización facciosa del Estado, autoritarismo, alianzas pragmáticas, clientelismo, apertura indiscriminada de partidos y trasvasamiento entre las fuerzas políticas. Son las reglas no escritas reales que dominan el sistema político, alejadas de la formal transición establecida en las numerosas leyes y reformas aprobadas en este periodo. Estas prácticas políticas configuran una oligarquía plebiscitaria, degradada no sólo moralmente sino en sus reglas de la lucha por el poder estatal. Todo ello sucede en una lógica de corrupción, impunidad, extralegalidad y abuso de poder, que siempre caracterizó al viejo régimen y que ahora se lleva a cabo de manera desinstitucionalizada, diseminada en todos los partidos y pulverizada, de acuerdo con una lógica molecular que busca el beneficio particular. Ello es por supuesto el mejor caldo de cultivo para la emergencia de un Estado criminal.
A nivel de sus capas bajas e intermedias, tanto en el sistema de partidos como en los gobiernos locales y los estatales, y en todas las instituciones de justicia y policiaco-militares, el Estado se desdobla como uno criminal. La competencia entre partidos, igual que la libre competencia sin regulación, se ha convertido en una lógica decadente, invasiva y depredadora: caníbal. Sin embargo, no hay Estado fallido. El Estado institucionalizado (Estado nacional de competencia, Estado neoliberal) cumple cotidianamente su función de expansión del mercado legal, proporcionando las bases para su reproducción y cuidado (leyes, inversiones, protección, represión). El Estado criminal, desdoblamiento molecular del primero, cumple la función de proporcionar las bases para la reproducción del capital criminal y su protección (corrupción, impunidad, complicidad, simbiosis). El Estado es fallido sólo desde una mirada normativa sobre su papel benefactor, pero pensado el Estado como la forma política de la acumulación infinita de capital; entonces, el Estado mexicano cumple por completo su función: Estado neoliberal para la reproducción global de capitales y Estado criminal para la reproducción de capitales ilegales.
La separación entre el PRI y el Estado, y la ampliación de la clase política desordenaron de manera profunda el funcionamiento estatal. Con la alternancia, el desorden de la clase política ampliada provocó un desordenamiento estatal. La decisión de Calderón de atacar al narcotráfico con la fuerza fragmentó a los poderosos grupos criminales. El crimen organizado desregulado y fragmentado es el espejo de una clase política ampliada desregulada y envuelta en una batalla sin fin. Interpenetrados, clase política ampliada y crimen organizado, hechos simbiontes, configuran una de las caras desdobladas del Estado mexicano.
Comprender la importancia del doble rostro del Estado mexicano, Estado criminal y autoritarismo deformado, no parte de una necesidad académica ni sólo para comprender la tragedia mexicana que vivimos. Comprender al bloque dominante que enfrentamos, a la clase dominante desplegada en su configuración estatal, busca abrir un proceso intelectivo para la resistencia y su combate. Es decir, necesidad de lucha y resistencia contra un Estado criminal intolerable por la muerte que provoca y un autoritarismo deformado intolerable en su degradación gubernativa orientada hacia la máxima ganancia. Comprenderlos significa fortalecer nuestras luchas y resistencias, las únicas que, aun en los tiempos más oscuros, abren el camino hacia el mañana.