“Estamos rodeados”, me dice José haciendo con ambas manos un círculo de buen tamaño; “Pero las empresas forestales siguen avanzando”, -continúa, cerrando el círculo aún más; “Dentro de unas décadas, si no hacemos nada, desapareceremos” – sus manos prácticamente se cierran de manera envolvente.
José me cuenta esto en la cárcel de Angol, en la región de la Araucanía , al sur de Chile. José, como sus tres compañeros de celda pertenecen a un pueblo originario, a los mapuche, que en su propia lengua –el mapundungun- significa “gente de la tierra”. Mapuche, en los últimos años, sin embargo, pareciera significar también un fuerte dolor de cabeza para las empresas de plantaciones de monocultivos de pino y eucalipto en este país del cono sur, que año con año necesitan cada vez más tierras para la producción maderera, donde se agotan los mantos acuíferos y se contaminan con las fumigaciones. Tierras que ancestralmente pertenecieron a los mapuche. José está preso por ser parte del movimiento indígena que se defiende de las acciones de las forestales.
“Fuimos colonizados, fuimos reducidos a los elementos mínimos de sobrevivencia”; explica Héctor, y su mirada se queda concentrada como recordando el momento de la invasión del Ejército Chileno a territorio mapuche. “Fue el momento más desgraciado” –califica-; y es que a diferencia de los mexica o los inca, en México y Perú respectivamente, los mapuche no fueron sometidos sino hasta finales del siglo XIX. “No fue hace tanto…nuestros bisabuelos lo vivieron y en nuestras comunidades se recuerda” me dicen los presos. Después de la ocupación por la fuerza de un extenso territorio, el Estado Chileno despojó del 95% de sus tierras a este pueblo, condenándolo a vivir en las llamadas “reducciones”. Del 5% restante se ha perdido ya cerca del 30% de las tierras y su extensión hoy ya no es suficiente para vivir. Héctor está preso por participar en el movimiento indígena que después de largos años de espera de una solución en los tribunales para solucionar el problema de la tierra, cansados de esperar una, dos o varias décadas, comenzaron a recuperar ellos mismos, tierras que reivindican como suyas.
“Me sacaron la chucha” me platica Jonathan, otro de los presos, que es la forma de decir acá a la golpiza que le dieron las fuerzas policiacas en el momento de su detención. Jonathan tiene sólo 24 años y lleva ya cuatro preso. Y es que la acción del movimiento indígena rebelde del pueblo mapuche fue respondido con virulencia desde el estado chileno. Ha militarizado numerosas comunidades, con constantes allanamientos, brutalidad policiaca y violaciones a los derechos humanos que han sido denunciadas por los organismos internacionales. Ha procesado a cerca de tres centenares de mapuche. Muchos han estado encarcelados varios años. Es el caso de José Huenuche, Héctor Llaitul, Jonathan Huillical y Ramón Llanquileo que tienen condenas que oscilan entre 8 y 15 años y que sólo se redujeron después de una batalla jurídica. Antes tenían penas que rebasaban los 100 años de prisión.
A pesar de estar rodeados, colonizados, reducidos y con fuertes dosis de violencia represiva del Estado, los mapuche han tenido la capacidad de levantar un movimiento comunitario que lucha por la autodeterminación, la autonomía y el territorio, y en especial, han tenido la capacidad de organizarse para reconstruirse como pueblo.
Son historias de resistencia, lucha y dignidad desde los últimos lugares del mundo. Son historias para sobrevivir como culturas y pueblos que se repiten en todo el continente. Son las historias de José, Héctor, Jonathan y Ramón. Son las historias del pueblo mapuche. Historias de la gente de la tierra.