Viven junto a un enorme río que se llama “Papagayo”. Va a dar al mar, cerca de Acapulco, el famoso centro turístico en el estado de Guerrero. Viven una vida de campesinos y pescadores y quieren seguir viviendo así: cultivando sandías, papayas y muchas otras frutas que germinan por lo generoso de las tierras junto al río. Son gente de tierra caliente, pero también como hay tradición en ese estado, gente de tradición de lucha, que no le gusta la injusticia y que decidan por encima de ellos. Son gente que habla fuerte y claro, y cuando se enoja, no se deja.
Quizá por ello estallaron en indignación cuando lo supieron. Quizá por ello, de pronto, eran más de cinco mil campesinos movilizados. Quizá por ello, cuando llegaron las primeras máquinas de construcción, bloquearon los caminos. Tal vez por eso hicieron enormes asambleas cuando lo supieron: que el Gobierno les quitaría el río. Que el gobierno les quitaría la tierra. Lo supieron cuando la gente que gobierna ya había tomado la decisión: construir una enorme presa, un megaproyecto para producir electricidad para Acapulco y para el resto del país. La construcción sería faraónica: la concentración de agua al construir la presa sería de 12 veces el tamaño de la bahía de Acapulco. Sus comunidades desaparecerían. Río abajo, la tierra se secaría. Tendrían que dejar el viejo lecho del río, sus casas, los lugares donde han enterrado a sus muertos, sus cultivos…sus vidas. Y nadie les había preguntado si querían hacerlo. Tal vez por eso, vino la furia y la lucha que hasta hoy identifica al Consejo de Ejidos y Comunidades Opositores a la Presa La Parota (CECOP) quien desde hace ya 10 años no ha permitido la construcción de dicho proyecto.
Un campesino de una población llamada “Salsipuedes”, explica: “¿Qué le vamos a dejar a nuestros hijos? El día que nosotros nos muramos les vamos a dejar lo que nosotros trabajamos, y a nosotros los abuelos, los padres nos lo dejaron, lo que también trabajaron”. Como en muchos otros lugares del país y del mundo, los gobiernos a estos proyectos les llaman “progreso”. Sin embargo en muchas naciones industrializadas estas megapresas han sido prohibidas por sus efectos catastróficos tanto ambientales como sociales. El desplazamiento forzado de miles de personas destruye a las comunidades y el impacto sobre el ecosistema es irreversible. En otros lugares del planeta miles de personas resisten a estos proyectos por estas razones pero también con la pregunta ¿Para quién es la electricidad que se genera?. Los campesinos en sus asambleas comenzaron a preguntarse, a investigar y a enojarse aún más. La electricidad la necesita Acapulco, sus grandes hoteles, sus lujosas albercas, las casas más ricas. La electricidad la necesitan los grandes centros urbanos que consumen cada vez más energía, muchas veces desperdiciada. Los campesinos pobres tendrían que abandonar sus vidas, para poder darle bienestar a otros.
Por eso cuando el gobierno intentó en varias ocasiones cambiar la propiedad de la tierra comunal y ejidal para que los campesinos la comercializaran y así construir la presa, desde las comunidades surgió un grito unánime: ¡La Tierra no se vende! ¡Se ama y se defiende!. Para ellos no era mercancía: “Hoy en día ya no somos defensores de la tierra, somos defensores del agua, porque una tierra que no tiene agua no tiene vida..el agua es vida, nosotros no podemos vivir sin agua. Entonces el agua es indispensable. Pero hoy en día el agua es una mercancía”.
Los campesinos se organizaron. Se movilizaron. Se defendieron legalmente. Una y otra vez ganaron en los juzgados. Llamaron a los defensores de derechos humanos de muchas partes del planeta. Trabajaron con numerosos expertos que evaluaron lo mismo que ellos pensaban, que la presa era una locura. Denunciaron, montaron plantones en los caminos, se hicieron expertos técnicos en presas, fueron a los medios de comunicación, hicieron foros y asambleas para decir NO por una sencilla pero poderosa e impresionante razón que explica un integrante del CECOP: “Aunque sea pobres, somos felices en nuestra tierra”. Y es que los gobiernos muchas veces piensan en racionalidades económicas, señalando a quienes se oponen al llamado “progreso”. Frente a ello, la respuesta de uno de los dirigentes del CECOP muestra lo profundo de la resistencia campesina: “La tierra no se vende, no se puede comprar algo que no está a la venta (…) no vamos a ceder ni un centímetro cuadrado de nuestra tierra, ahí están enterrados nuestros muertos, ahí nacimos y ahí nos vamos a morir; no queremos morirnos en las grandes ciudades como si fuéramos animales, somos seres humanos. Ellos nos han dicho indios guarachudos que apestan; sí, seguramente somos indios guarachudos y a lo mejor apestamos, pero tenemos algo que se llama dignidad y esa no la van a comprar con su cochino dinero.” Esas son las palabras de la gente sencilla y humilde, la que ha detenido la presa, la que defiende la tierra, la que defiende sus vidas, la de los guerreros del río.