El país que pende de un hombre. Clases subalternas, populismo y hegemonía en tiempos de López Obrador
César Enrique Pineda
En la conciencia, en la rabia y en la acción [de las clases subalternas] lo primero es la indignación moral, la antigua frase inicial de todas las rebeldías: “esto no es justo”.
Adolfo Gilly
La hegemonía obradorista es hija de la crisis, no sólo del sistema autoritario mexicano, sino también de lo que llamamos “el régimen de la alternancia” y, aún más, del agotamiento de la izquierda histórica, tanto partidaria como antisistémica en nuestro país. Es parte de una crisis hegemónica en México. A la vez, el obradorismo puede explicarse como el liderazgo de un fenómeno de masas cuyo antagonismo contra las elites se expresa sólo por la mediación y dirección unipersonal, fruto de la debilidad de las clases subalternas y de su insuficiencia para representarse a sí mismas, catalizando y encauzando una inusual irrupción política. Dicho antagonismo se funda en una importante producción e interpelación simbólica de sectores que se asumen como agraviados por las élites —especialmente partidarias—, pero también agrupados por la identidad popular en un discurso que pone al centro un sujeto tendencialmente excluido, difuso e inorgánico. Ese agravio y movilización popular no son fruto de la manipulación discursiva estratégica, sino de un largo proceso de descomposición política que ha erosionado no sólo los mecanismos de representación simbólica, sino toda la institucionalidad del Estado mexicano, haciendo que el conflicto entre partidocracia y multitudes se exacerbe y dependa de la mediación de un solo hombre colocado entre élites en crisis y débiles clases subalternas. Es una peculiar y potencial forma de salida de la crisis de hegemonía en México. Dichas tesis son expuestas en este texto.
Apoyados por el pensamiento y en las categorías gramscianas, una visión crítica de las teorías del populismo, así como de cierta sociología del liderazgo y de las emociones, reflexionamos sobre el fenómeno social de apoyo, movilización y politización en torno del liderazgo hegemónico de Andrés Manuel López Obrador. Desde un enfoque interpretativo sociohistórico y relacional —que dialoga con ciertos datos de opinión pública— exploramos la compleja emergencia de una fuerza política contradictoria que ha cambiado el tablero político en México, subsumiendo a la izquierda histórica institucional, aislando a la izquierda antisistémica y descolocando por completo a partidos opositores y a analistas de todos los signos políticos.
Este texto busca aportar ciertas hipótesis explicativas sobre el fenómeno disruptivo en clave popular que encabeza López Obrador, y comprender su hegemonía sobre las clases subalternas.
- Pensar a los subalternos en tiempos de crisis
El apoyo popular al tres veces candidato y luego presidente de la República, López Obrador, es un fenómeno incómodo. No se ajusta a las expresiones de ciudadanía que consideran legítimas los teóricos de la democracia liberal representativa. Tampoco se expresa dentro de las coordenadas de la lucha de clases o de una rebelión popular antisistémica. No puede interpretarse fácilmente como un movimiento social tradicional debido a la excesiva centralidad del liderazgo carismático obradorista, así como a su acción colectiva predominantemente electoral y episódica. Y sin embargo, el fenómeno de participación, movilización masiva y apoyo popular al presidente no cesa.
Aunque abundan caracterizaciones académicas, periodísticas o militantes —de sus simpatizantes o de sus detractores—, todas orbitan alrededor del hoy presidente y líder de lo que él mismo denominó como Cuarta Transformación (4T). López Obrador, su discurso y gobierno son objeto de un incesante —y tortuoso— debate público. No así sus seguidores. El fenómeno socio-político popular ha sido relegado a variable dependiente y secundaria de una interpretación mayoritaria: el populismo.
El conjunto de teorías e interpretaciones dominantes se concentran en el conflicto dualista entre democracia y populismo, siendo este último el reverso, el espejo, la sombra, el síntoma o la enfermedad de la primera.[1] Los estudios del populismo tienden a desarrollarse además en un campo de poca precisión del objeto de estudio. Paul Taggart, uno de los teóricos del populismo, reconoce que el término es muy “controvertido” y lo considera un “embarazoso concepto escurridizo que oscila entre un gran significado y una vaciedad conceptual fundamental”.[2] En su libro Populismo: una introducción, Cas Mudde y Cristóbal Kaltwasser[3] reconocen que no sólo está a discusión el concepto sino la existencia misma del populismo.
A pesar de que existe un universo inabarcable de estudios sobre el populismo, a grandes rasgos el concepto puede entenderse en tres dimensiones distintas: 1) un fenómeno político morboso de las democracias representativas, por lo que se acentúa la discusión normativa sobre las amenazas a ellas y acerca de las contradicciones propias del populismo —preámbulo autoritario—; 2) como una narrativa, cultura política e incluso ideología —no necesariamente coherente— desplegada por líderes carismáticos, por lo que comúnmente varios trabajos se centran en las estructuras discursivas de los hombres fuertes que encabezan fenómenos de masas, incluyendo además su tipo de comportamiento, personalidad y liderazgo; 3) como una forma de gobierno, programa político, o un conjunto de políticas públicas y, en ocasiones, hasta como una política económica. Fenómeno político, discurso, ideología, acción política, estrategia comunicacional, personalidad del líder, forma de gobierno, son explicados a través de un concepto que parece puede nombrar e interpretar todo.
Si bien existe un amplio debate —que incluso ha llegado a ser un lugar común— sobre la hipertrofia del concepto, así como sobre su inutilidad y vaguedad, también parece ser que, aun cuando el populismo es difícil de capturar analíticamente, los teóricos pueden encontrar fácilmente “al populista” y su discurso. Las teorías del populismo parecen en efecto describir con precisión las principales líneas y estructuras discursivas de numerosos líderes en América Latina, incluido López Obrador. Y es el liderazgo carismático y su discurso lo que parece sobredeterminar la comprensión sobre el apoyo popular masivo al dirigente.
Sin embargo, la secreta capacidad de seducción del populismo es, por un lado, una explicación mágica, una narrativa fabulada sobre una extraordinaria retórica manipuladora de un líder carismático, y por el otro, el encantamiento emocional e irracional de las masas por el discurso sencillo que las interpela y que las nombra como pueblo. Aquí, más que una tentativa de explicación teórica, se repite la leyenda hecha cuento de los hermanos Grimm, El flautista de Hamelin. Por supuesto, es no sólo una tesis insatisfactoria para explicar la movilización de millones —su voluntad de acción—, sino además un insuperable obstáculo para comprender el fenómeno.
La carencia teórica de los estudios del populismo es su excesivo interés en los procesos de interpelación discursiva del líder carismático y, por tanto, la grave omisión de una teoría de la acción colectiva popular que responda a dicho discurso. Si bien no hay populismo sin populista, tampoco hay populismo sin plebs, o sin multitud[4] —siguiendo la noción de Zavaleta Mercado—.[5] Las teorías del populismo han renunciado a la tercera variable en su fórmula: explicar la actitud del “pueblo” ante el liderazgo.
Creer que sólo el discurso estratégico del líder a través de recursos retóricos produce acción, es desconocer que la disposición a actuar de esa multitud es un proceso de voluntad de praxis tensado entre experiencia vivida y fenómeno percibido, entre espontaneidad y decisión consciente frente a las relaciones de dominación,[6] voluntad que se vuelve atribución de sentido como agravio o injusticia[7] durante el desenvolvimiento dinámico y contingente del conflicto o de la lucha.[8] Y que en esa voluntad de acción son tan importantes los discursos del líder como los de las élites, así como los de otros liderazgos existentes o potenciales. Esta voluntad de acción es un proceso, y comprenderlo es entender las razones populares para volverse hostiles ante los gobernantes.
Esa animadversión hacia las élites con poder político y/o económico puede, a nivel de significantes o atribución de sentido, ser relativamente abierta (significante vacío) como plantea Ernesto Laclau,[9] pero no puede desprenderse por completo de las relaciones de dominación existentes, donde las acciones de las clases dirigentes necesariamente pasan por la construcción de sentido de los gobernados a partir de su experiencia. El tipo de antagonismo que deriva de la significación que identifica a sus adversarios es determinante para caracterizar el fenómeno. Así, el antagonismo que emerge en una crisis que dirige su acción y discurso contra las élites gobernantes y el establishment —el poder constituido y simbólico hegemónico— es totalmente distinto a dirigir la acción y discurso también contra otros sectores subalternos o identidades políticas no hegemónicas. Es esto lo que abre una enorme brecha entre la movilización popular y el fascismo.
Empero, los teóricos del populismo más conocidos postulan una tesis —limitada— sobre el origen del fenómeno populista: una crisis o déficit de representación.[10] Esto liga el fenómeno directamente a la crisis de la democracia, aunque contradictoriamente sería el fallo democrático el que abre paso al populismo, y no sería éste un fenómeno exógeno que amenaza a una democracia que funciona. No sería la causa de la crisis sino la consecuencia.[11]
Algunos más, de manera crítica, cuestionan en efecto la retórica de la defensa de la democracia frente al populismo, “sin hacerse cargo de si la democracia misma contribuye a las condiciones de la producción del populismo”.[12] Podemos agregar que una crítica racional al populismo hecha desde sus teóricos más relevantes, no se encarga además de revisar si la crítica del populismo a la democracia contiene algo de veracidad con algo de sentido común: las élites existen, actúan y en ocasiones, fallan. Las élites son parte del drama político que denuncian.
Soslayan entonces que la acción de las élites, en efecto, puede producir un agravio generalizado entre los gobernados y que en múltiples momentos históricos las clases dominantes pierden el consenso y el consentimiento de las clases subordinadas, es decir, se produce una crisis de la relación entre las clases populares y el Estado. Es esto uno de los elementos fundamentales de la conocida definición de crisis hegemónica de Antonio Gramsci.[13]
El límite autocrítico de los teóricos más serios del populismo es que es inconcebible para éstos un punto de partida donde la democracia liberal representativa sea parte de un entramado de relaciones de dominación. Es decir, que los sistemas democráticos representativos puedan ser parte de una producción de consenso activo de los gobernados que justifica y perpetúa la dominación de la clase dirigente. Es impensable que los sistemas democráticos puedan ser parte de la producción de hegemonía cuando, en las sociedades contemporáneas, la democracia es su principal instrumento. Lo que en la tradición liberal es una crisis provocada por la debilidad de la correcta representación de los gobernados, en la tradición heterodoxa del marxismo de Gramsci, la crisis de hegemonía es un proceso de relativa disgregación del orden, valores y creencias dominantes que antes producían consenso, una crisis de significación.[14]
La hegemonía, desde la visión gramsciana, no sólo es liderazgo, dirección cultural y visión del mundo, sino también una relación específica entre masas e instituciones y una serie de compromisos entre gobernantes y gobernados. Así, la crisis de hegemonía es, en parte, el deterioro y debilitamiento relacional de esos vínculos objetivos y subjetivos donde las denominadas por Gramsci clases subalternas[15] “no creen ya en lo que antes creían”, produciendo ese hiato entre gobernados y gobernantes.
La clásica visión politológica de las que nacen las teorías del populismo, escinde la relación entre economía y política. En cambio, hegemonía en el pensamiento gramsciano “es resultado de una articulación política o de un conjunto de prácticas políticas que articulan un determinado modo de estructuras de producción o económicas con un modo de reproducción social, y articulan estado y sociedad civil”.[16] Por tanto, crisis hegemónica es también el fracaso de la clase dirigente para mantener la armonía entre lo que desde otra tradición se denomina régimen de acumulación y modo de regulación (político) y el consenso sobre ambas esferas articuladas entre sí.[17]
Partir de la crisis y no del discurso del líder, no sólo significa apuntar a una explicación que descentra su figura y amplía nuestro marco de comprensión. Partir de la hegemonía pone en el centro el conflicto y la interacción de clases dirigentes y clases subalternas y sus vínculos subjetivos. La crisis no es sólo una escenografía donde se desarrolla el conflicto —como parecen entender los teóricos del populismo— sino que la crisis de hegemonía es el conflicto mismo, donde los vínculos entre ambos polos se debilitan, fracturan o estallan en mil pedazos en un antagonismo abierto. La perspectiva de la crisis de hegemonía, además, da centralidad política y subjetivad a las clases populares. Así, las clases subalternas no son un subproducto de un conflicto entre el líder populista y la democracia, sino uno de los campos antagonistas de un conflicto estructural, donde en efecto, un liderazgo carismático las dirige, debido a la propia debilidad orgánica de dichas clases.
Debilitadas las clases dirigentes, pero sin que las clases subalternas dispongan de una fuerza y organización suficientes para representarse a sí mismas, el conflicto se dirime necesariamente mediado, gestionado y con una enorme influencia de un liderazgo que va moldeando potencialmente una nueva hegemonía. La construcción social de la hegemonía obradorista no se explica sólo verticalmente en la relación líder-seguidores, sino también en la relación competitiva entre liderazgos partidarios institucionales y extra-institucionales, en la insuficiencia del sistema político tradicional para dar cabida a las clases subalternas como sujetos políticos, pero en especial, en la ruptura de las relaciones de consenso, legitimidad, lealtad y confianza de éstas frente a la clase dirigente.
Por lo tanto, nuestra investigación se centra en el proceso de conflictividad que se va constituyendo como crisis de hegemonía y alinea con igual importancia a las clases dominantes, las clases subalternas y al líder carismático. De la interacción y relacionalidad de estos tres sujetos políticos, de sus acciones y de los significados de las mismas, de los resultados contingentes de sus decisiones, del proceso dinámico y contencioso en la mediana duración, podemos interpretar la crisis de hegemonía en México. Cómo se produjo ese inusual alineamiento en la crisis hegemónica, puede ayudarnos a comprender, quizá de mejor manera, las razones del enorme apoyo social, político y multitudinario con el que cuenta Andrés Manuel López Obrador.
- Régimen de la alternancia y descomposición: el fracaso estructural liberal
El régimen de acumulación de capital, en su fase neoliberal, está articulado a un modo de regulación política que profundizó aún más la centralidad del Estado para generar mercados, así como proteger y promover el despliegue del capital, asegurando su reproducción ampliada. El abandono total o parcial para tomar decisiones del Estado en la esfera productiva, el posicionamiento del Estado neoliberal en el conflicto distributivo abiertamente a favor del capital y en contra del trabajo, así como la expropiación decisoria sobre controles democráticos en la economía, dejan un estrecho campo para la deliberación y decisión de las democracias representativas.
El hecho de que las estructuras de los Estados, la Ley Mercatoria mundial —una serie de acuerdos y tratados que protegen los intereses globales del capital—, así como el capital financiero y el hegemón mundial, con su influencia y amenaza de coerción, aseguren la continuidad del despliegue del capital en todas las sociedades nacionales, hace que decisiones torales para la reproducción social ya estén definidas de antemano. “El capitalismo hizo posible concebir la democracia formal como una forma de igualdad cívica que pudiera coexistir con la desigualdad y dejar las relaciones económicas entre la ‘élite’ y la ‘multitud obrera’ en su sitio’”.[18] Es esto lo que somete a crisis a los sistemas representativos e incluso a toda la esfera que llamamos política una vez abandonada la anomalía del pacto capital-trabajo de los Estados de compromiso que se vivieron en la posguerra.
El orden del capital, que pareciera no ser materia de la discusión democrática, hace que los sistemas representativos liberales devengan sólo en dispositivos de legitimación de dicho orden.[19] La ausencia de opciones electorales que impliquen un verdadero cambio de timón o reordenar los modos de regulación social de manera sustantiva, vacían de contenido y de interés a los sistemas políticos.
Así pues, los sistemas democráticos liberales postsoviéticos, sin opciones partidarias de clase, o sin alternativas programáticas en lo económico, han sido reducidos a elegir entre opciones progresistas o reaccionarias que gestionan el mismo régimen de acumulación. Los sistemas políticos son, en los hechos, democracias de mercado, concentradas esencialmente en garantizar la producción de riqueza privada ilimitada. Los votantes y las clases subalternas, en muchas latitudes, desconfían de las clases políticas, que les parecen —sean de un partido u otro— demasiado parecidas entre sí, no por analfabetismo político, sino porque el orden del capital permanece intocado en la alternancia de los partidos competitivos, y las consecuencias de ello desgarran las sociedades con enormes brechas de desigualdad. La percepción popular superficial sobre la semejanza de proyectos políticos en el gobierno tiene un sustrato objetivo y estructural real.
Las democracias representativas están fallando en su función de producir consenso, al estar subordinadas a un régimen de acumulación que produce bolsones de ganadores y enormes segmentos de perdedores y excluidos de la bonanza económica. La producción de consenso que mantuvo estables las democracias liberales, se sostuvo a través de las políticas redistributivas que les dieron sentido y legitimidad a los sistemas representativos. Sin esa base material, la legitimidad de los sistemas partidarios pende de un hilo.
Si la relativa futilidad de la alternancia política entre partidos progresistas y conservadores somete a crisis a las democracias representativas liberales, en México la alternancia política a partir del año 2000, cuando el Partido Revolucionario Institucional (PRI) perdió el Poder Ejecutivo, constituyó un peculiar nuevo régimen. Por un lado, emergió una democracia procedimental que cumple con los cánones mínimos de partidos competitivos: sufragio efectivo, cargos elegibles y elecciones libres.[20] Es decir, una nueva forma de acceso y distribución del poder político que no existía en México.
Pero por otro lado, se mantuvieron muy importantes continuidades de los pilares que sostenían el viejo régimen autoritario de partido cuasi único: 1) el pacto de impunidad con el ejército que dejó intocados sus crímenes cometidos en el pasado y que siguió cometiendo; la estructura de justicia militar que los protege, así como la persistencia del uso contrainsurgente de esa institución contra los movimientos sociales; 2) la sistemática intervención del Poder Ejecutivo Federal y de los gobiernos estatales en el Poder Judicial, orientados al uso faccioso de la justicia contra opositores y movimientos sociales así como para evadir responsabilidades en delitos cometidos por funcionarios públicos; 3) el uso sistemático de la represión y violaciones graves a los derechos humanos en la protesta social, con el uso de la fabricación de delitos, el encarcelamiento, la brutalidad policiaca e incluso la desaparición y el asesinato, lo cual se extendió desde el poder federal a muchos gobiernos locales estatales; 4) el respaldo y manipulación desde el Estado de los viejos mecanismos de control corporativo con recursos gubernamentales para el uso electoral, así como para asfixiar y disolver disidencias dentro de las organizaciones sindicales y campesinas; 5) el desvío de recursos estatales hacia campañas de los partidos en el poder, o bien mecanismos ilegales privados para compra de votos y, en buena parte del periodo, gastos excesivos de campañas y compra de publicidad electoral y periodística para implementar campañas negras.[21]
El viejo régimen no murió del todo entre 1988 y 2018 (los 30 años del régimen de la alternancia). Ocurrió una larga, larguísima agonía, en la que el partido dominante, más que desmoronarse, sufría desprendimientos a cuentagotas; en vez de reforma democrática, se entregaron y distribuyeron parcelas de poder entre partidos. El Partido Acción Nacional (PAN) y el Partido de la Revolución Democrática (PRD) —entonces la oposición al partido de Estado— no lograron construir un nuevo sistema político, sino que se adaptaron al viejo, emulando muchas de sus prácticas.
Esta prolongación de dinámicas y estructuras antidemocráticas y corrompidas, cuestionan de manera profunda la democracia misma, así como la actuación de las principales fuerzas políticas: PRI, PAN y PRD, que nos habrían hecho pasar de un sistema autoritario centralizado a una partidocracia con prácticas ilegales y antidemocráticas.
En otros trabajos hemos sugerido que todo ello se debe a que la transición hacia un nuevo régimen en México difiere de todos los procesos de democratización que tuvieron lugar en otras partes del mundo. El viejo régimen priista se vio forzado a realizar paulatinas y progresivas reformas que incluyeran a las disidencias, para evadir un cambio político abrupto y radical que lo expulsara del poder. Dicha apertura fue una estrategia zigzagueante para afrontar la impugnación al régimen proveniente de sectores de la burguesía, las clases subalternas y la izquierda nacional popular. La erosión paulatina de la hegemonía del régimen autoritario se debe a la importancia de los movimientos antisistémicos y democratizadores que lo desafiaron, pero también habla de la insuficiencia y debilidad de los mismos para obligar al viejo régimen a una transformación estructural del Estado. Así, lo que se vivió en México es un proceso de liberalización política forzada que evitó una ruptura sistémica, aceptando a regañadientes construir un sistema competitivo de partidos, pero controlando el cambio político lo suficiente para no reformar al Estado en su conjunto.[22]
La apertura política, concentrada en la arena electoral, dejó intocadas prácticamente todas las esferas estatales fuera de ésta. En México no hubo una caída o implosión del régimen autoritario, como sucedió en Europa del Este o en la Unión Soviética. No se puso fin a un régimen autoritario para regresar a la democracia —como sucedió en Sudamérica—, porque en nuestro país no se había interrumpido la institucionalidad democrática por el poder militar, sino que nunca existió una verdadera trama democrática a la cual retornar. Finalmente, en México no hubo un pacto explícito y programático para la democratización, como sí lo hubo —a pesar de sus evidentes límites y contradicciones— en la España post-Franco, o en el Chile plebiscitario contra Pinochet.
La ausencia de un proyecto de democratización o de un pacto explícito con las fuerzas políticas democratizadoras para una reforma integral del Estado mexicano, dejó a la voluntad y en las manos del régimen autoritario negar cambios sustantivos —en el Poder Judicial, el ejército, la sociedad civil corporativizada, en el partido oficial—, de modo que permitieron el uso faccioso del Estado para mantenerse en el poder, quizá postergando sus cambios y preparándose para un posible retorno al gobierno —como luego sucedió— si acaso llegaran a perderlo. De hecho, es de destacar que el Revolucionario Institucional es un inusual partido en el mundo que sobrevivió a una alternancia política, después de una derrota electoral.
El proyecto de sustitución de un régimen de partido cuasi único fue exitoso para la repartición de poder entre las élites partidarias, que a pesar de numerosas contradicciones, lograron un pacto progresivo y distributivo en las reglas de acceso al poder político —obligado a su vez por distintas crisis— para integrar lo que denomino el régimen de la alternancia. Es decir, no una democracia formal liberal, sino simplemente un régimen que alterna a sus élites en el ejercicio gubernativo con un fuerte carácter oligárquico, si entendemos oligarquía como gobierno de los pocos. Una oligarquía plebiscitaria.[23]
Pero, por otro lado, el proyecto de construcción, o reforma radical del Estado mexicano hacia una democracia liberal representativa, fracasó; en vez de superar la lógica del viejo régimen, éste se degradó.
La reforma estructural del Estado pareció posible una vez que el partido autoritario dejó el poder presidencial, lo que, idealmente, permitiría completar la transición democrática que era, además, indispensable para sostener la continuidad y legitimidad del régimen de acumulación, que ya estaba en marcha en México, integrándose al mercado mundial y transformando al Estado en la estructura protectora de las inversiones y el gran capital. Pero mientras la élite tecnocrática del PRI tenía un sofisticado plan de transformación económica neoliberal (por decirlo así, su perestroika), no tenía ni la misma voluntad ni la agenda de transformación política (su propia glasnot). Fue en este desajuste entre régimen de acumulación de capital y modo de regulación política, donde también pudieron avizorarse los signos de la crisis de hegemonía. Un agresivo plan de ajuste neoliberal —aunque prolongado por décadas— fue dinamitando las bases de subordinación orgánica y subjetiva de las clases subalternas en México, ello sin sustituir con nuevos dispositivos hegemónicos los de antaño: clientelismos, compra de votos, utilización facciosa del Estado a favor del partido gobernante, etcétera., pero ya sin la protección social que implicó el modelo del desarrollo estabilizador.
Visto en la mediana duración, la prioridad del viejo régimen fue asegurar la continuidad del neoliberalismo, proyecto ya en marcha desde 1982, a pesar de un posible cambio de estafeta en el poder. Esto sólo fue posible con una doble maniobra hegemónica: su alianza total con la oligarquía empresarial que se había beneficiado de los tiempos de bonanza del régimen autoritario —y sus nuevos integrantes—, así como su progresiva asociación, colaboración o incluso co-gobierno con el Partido Acción Nacional; todo ello para asegurar la gobernabilidad y, en especial, para aislar a la izquierda nacional-popular. Es decir, una recomposición de clase en la que las élites partidarias y la oligarquía empresarial, hija de la estructura centralizada de capital en México,[24] explícita o implícitamente construyeron un consenso para decidir el rumbo del país, excluyendo o tratando de excluir a la izquierda institucional.
La turbulenta alianza del Revolucionario Institucional con Acción Nacional comienza con la decisión de la dirección de este último partido para colaborar con la presidencia de Carlos Salinas de Gortari (1988-1994).[25] Con esto el PAN no sólo se alejaba de las protestas en las calles, encabezadas por Cuauhtémoc Cárdenas y el Frente Democrático Nacional, sino que renunciaba a toda acción de protesta ciudadana, como las que había protagonizado Manuel Clouthier, candidato de Acción Nacional. La renuncia a la “resistencia civil” contra el régimen, anunciaba su connivencia con el salinato pero también cierta reacción conservadora ante el cardenismo.
El colaboracionismo del blanquiazul con el régimen autoritario fracturó a las fuerzas democratizadoras en 1988 y abrió un largo periodo de pactos de cohabitación con el PRI para la distribución limitada del poder —pactos iniciados en 1991 en Guanajuato—, para luego constituirse en una coalición parlamentaria de facto, así como en una coalición de gobierno simbólica en la administración de Ernesto Zedillo (1994-2000), que incluyó al panismo en su gabinete. A pesar de todo, esta cercanía con el partido autoritario y el Ejecutivo no melló la identidad opositora de larga data del PAN, que siempre había sido una oposición dócil ante el partido dominante, en última instancia leal a su hegemonía.
El liderazgo empresarial de Vicente Fox renovó la identificación antipriista de Acción Nacional al arrebatarle el poder en el año 2000 y fortaleció su credibilidad ante un sector del electorado, cansado del viejo régimen. La expectativa generada por la alternancia fue de una importancia histórica. De ahí la decepción que provocaría la gestión de Vicente Fox.
Por el otro lado, la mancuerna del gran empresariado con el Revolucionario Institucional era evidente antes de la alternancia a los ojos de una parte de la población. Sin embargo, la actuación subordinada, silenciosa y disciplinada del empresariado —después de los desacuerdos en los años setenta— comenzó a modificarse haciéndolos emerger como un actor político explícito, especialmente en las coyunturas electorales. La decisión del Consejo Coordinador Empresarial (CCE) de actuar no sólo a favor de los candidatos de Acción Nacional, sino en contra de López Obrador en el año 2006 de manera “abierta y agresiva, transgrediendo incluso la legalidad”,[26] modificó el escenario nacional. La política del capital nunca fue tan explícita.
La convergencia programática de PAN y PRI en materia económica, legislativa y co-gobierno, no pareció ser tan polémica y visible hasta que derivó en coalición antiobradorista. El símbolo de dicha unión fue su votación conjunta en la Cámara de Diputados en 2005 para desaforar al entonces jefe de Gobierno Andrés Manuel López Obrador. Esta unión —que en el PRI no fue unánime— anunciaba un largo proceso de acercamientos y alianzas que han llevado a ambos partidos a firmar un pacto programático neoliberal (Pacto por México en 2012) y luego formar una coalición electoral (Va por México en 2020).
Los actores de las clases dominantes y las élites políticas no sólo se habían reordenado y reagrupado en la alternancia, sino que cada vez más, ante los ojos de la nación, fueron develando sus vínculos, alianzas, posturas y posicionamientos. En 2006 se configurarán, por su propia actuación, decisión y visibilidad como un polo antagonista contra el emergente obradorismo. Esa alineación de partidos y empresarios no sólo no pasó desapercibida, sino que es uno de los elementos constitutivos del discurso anti-élites de López Obrador, quien bautizará como “mafia en el poder” a la convergencia de empresarios y gobernantes en el “PRIAN”, o sea a la unión programática partidaria de ambas fuerzas políticas. Nombrará en cada caso, sin embargo, a una élite realmente existente.
La articulación de actores políticos —condición elemental del liderazgo hegemónico desde una perspectiva laclauniana—,[27] su alineamiento frente a la transición primero y frente al obradorismo después, pareció, a principios de siglo, dar por cerrado un cambio de régimen orientado hacia un bipartidismo neoliberal tecnocrático y elitista.
Sin embargo, las élites partidarias del régimen de la alternancia (2000-2018) fueron víctimas de sus propias maniobras hegemónicas y de su alianza. La continuidad neoliberal asegurada por la convergencia PRI-PAN-oligarquía empresarial, implicó que las presidencias de Vicente Fox (2000-2006) y Felipe Calderón (2006-2012) mantuvieran el statu quo económico intocado, de manera voluntaria. Empero, el atípico régimen político de la alternancia significó también mantener vivo y relativamente intacto al viejo partido de Estado, haciendo que el cambio en la presidencia implicara en los hechos un acuerdo de impunidad con las anteriores gestiones, sin desarmar los dispositivos de poder clientelar, corporativo, territorial y la influencia metalegal del otrora partido dominante. Sin viraje económico ni reforma alguna que afectara los intereses del gran empresariado —financiero, industrial o de los medios de comunicación— y sin tocar los intereses políticos del ejército o del PRI, Vicente Fox optó por asegurar la gobernabilidad en detrimento de una reforma del Estado.[28]
Así, el enorme entusiasmo con que una buena parte de la población vio al foxismo como posibilidad de cambio “hoy” —como decía su slogan de campaña— fue disolviéndose ante el evidente continuismo de su gestión. Esto deterioraría su propia imagen, que pasó en 2001 de tener un 49.3% de evaluación positiva sobre su liderazgo, a sólo 24.7% en 2006. En el primer año de su gestión, 49.7% pensaba que el presidente Fox tenía en sus manos “las riendas” del país, mientras que para 2006 sólo 34.2% lo pensaba. Pero quizás el dato más importante del desencanto mayoritario sobre el primer gobierno de la alternancia es el siguiente: al finalizar su gobierno, para el 56.5% cumplió sus expectativas “menos de lo que esperaba”.[29]
Esto, sin embargo, no afectaría demasiado el nivel de votación por su sucesor, Felipe Calderón. Empero, hubo un importante cambio subjetivo de sus votantes. Mientras que en el año 2000 la expectativa era de cambio, para 2006 se votó por la estabilidad.[30] Esto será decisivo para comprender que las expectativas de transformación social ya no serán encauzadas por la derecha, como en el año 2000, sino por el liderazgo de López Obrador, quien les había arrebatado la representación simbólica del cambio político.
Después, el calderonato no sólo mantuvo la decisión continuista, sino que, como es bien sabido, estructuró su gobierno alrededor de la militarización y el combate al narcotráfico. Pero el apoyo a tal decisión menguó por completo la confianza popular hacia el presidente, ya que el fracaso de la guerra implicó, a nivel subjetivo, una crisis de confianza en el liderazgo y, objetivamente, el deterioro de la vida cotidiana ante la violencia de los grupos criminales.
Hubo un lento desplazamiento de la condena contra la guerra. A inicios del sexenio de Felipe Calderón, 75.3% de los mexicanos pensaba que el gobierno federal iba ganando la lucha contra el narcotráfico. Para 2010, sólo pensaba eso el 39.3%.[31] Al terminar el sexenio calderonista, la encuestadora Parametría encontraba ya que 56% de la población prefería que no hubiera violencia en el país, aunque se tolerara al narcotráfico. Para 2017, con el presidente Peña Nieto, la cifra había aumentado a 68% de quienes preferían la tolerancia al combate.[32] La ciudadanía fue quitando su respaldo a una estrategia fratricida. Así, esta guerra politizó a enormes segmentos poblacionales. Después de una década, la experiencia de la guerra había cambiado la opinión mayoritaria de los mexicanos, no sólo en relación con el crimen organizado sino en torno de sus gobernantes y su capacidad de dirigir al país.
Finalmente, otro proceso terminó por demoler las relaciones de mando-obediencia en un enorme segmento poblacional. La corrupción de los partidos es, a la vez, una crisis intensa de dirección dentro de las fuerzas políticas, pero también un proceso de descomposición originado por la fragmentación del poder político y la desinstitucionalización partidaria. Es una crisis organizacional y, en el caso del PRI, un lento proceso de desintegración.
La liberalización forzada del viejo régimen incorporó a Acción Nacional y la Revolución Democrática, favoreciendo el crecimiento y posterior control burocrático de ambos partidos por sus corrientes pragmáticas. La expectativa de acceder al aparato de Estado terminó por debilitar a las corrientes doctrinarias de dichos partidos, relativamente firmes en su horizonte democratizador y reformador del Estado. Esto trasladó la dirección partidaria de la entonces oposición a corrientes y dirigentes utilitarios que, sin el contrapeso de los sectores duros, tuvieron un creciente margen de discrecionalidad. El crecimiento electoral implicó cambios organizativos y tensiones cada vez más fuertes, tanto en Acción Nacional —entre gobierno federal y partido—[33] como entre corrientes al interior del PRD.
La enorme asimetría del partido dominante frente a los dos principales partidos opositores y las condiciones de desventaja estructural —nunca resueltos del todo por la ausencia de una verdadera transición o pacto democratizador— obligó a ambos partidos a estrategias radicalmente pragmáticas que fueron trastornando la identidad y organización partidaria, convirtiéndolas en máquinas electorales conforme crecían, capturando cada vez más parcelas de poder a nivel estatal y nacional. La conversión del PRD en partido “atrapatodo” es el mejor ejemplo.
El crecimiento pragmático del Sol Azteca, sin embargo, encubría un fenómeno que es evidente: el lento desgajamiento del partido de Estado. Dicha fuerza no colapsó pero, desde 1988, ha ido resquebrajándose estado por estado, sindicato por sindicato, municipio por municipio, y aún hoy continúa dicho proceso. Este fenómeno mórbido es parte de la descomposición del sistema político en su conjunto, donde “lo viejo no termina de morir, sin que lo nuevo pueda nacer”, definición clásica de crisis de Gramsci.
Por otro lado, los partidos manipularon abiertamente las reglas electorales para incumplir los topes de gastos, haciendo fluir recursos ilícitos a través de los institutos políticos, fuente evidente y creciente de corrupción y dirigidos hacia la compra de votos de manera masiva. Hacer trampa entre partidos se volvió la norma.[34] Pese a que, desde los noventa, no gobierna ya una sola fuerza partidaria, todas gobernaron de manera similar. Si bien se consolidaron las reglas formales de corte electoral para la competencia, las reglas informales determinaron las elecciones.
A esta descomposición del sistema tripartito del régimen de la alternancia, hay que sumar una crisis de dirección. En Acción Nacional, la derrota electoral de 2012 llevó a esa fuerza hasta el tercer lugar, obligándola a un replanteamiento autocrítico no sólo de sus estrategias de campaña sino del ejercicio de gobierno, especialmente el de Felipe Calderón. La derecha partidaria representada en el PAN debió estrellarse en los resultados del calderonato: la aprobación que tenía Vicente Fox en las 32 entidades políticas de la federación, con Felipe Calderón cayó en 26 de ellas, en promedio 11.4% menos, aunque en entidades como Durango o Tabasco la caída era de más del 30% y en muchos estados más del 20%. Aunque la aprobación del propio Calderón no fue muy baja (50% al final de su sexenio), la evaluación por materia del ejercicio de gobierno debió prender los focos rojos del panismo: 78% pensaba que la situación económica era peor; 75% pensaba lo mismo en el ámbito de la seguridad, y 69% en la esfera política.[35]
El intento del ex presidente por decidir sobre la vida interna de su partido, una vez que había agotado su capital político como jefe del Ejecutivo, y la evaluación sobre los resultados de su gobierno aunada a los crecientes casos de corrupción dentro de las filas panistas gobernantes, abrieron una disputa de dirección en Acción Nacional, que aún hoy no concluye, entre maderistas, calderonistas y seguidores del entonces emergente liderazgo de Ricardo Anaya, que de joven promesa se convirtió rápidamente en pesadilla partidaria.
La crisis total, sin embargo, no está del lado del panismo —la fuerza que mejor resistió la alternancia política— sino en el Partido Revolucionario Institucional. Hay un consenso entre los investigadores de dicho partido sobre la situación inédita del PRI. La circunstancia de que perdiera la elección en el año 2000 sometió a crisis a dicho instituto —que había sido descabezado—, debido al papel de máxima autoridad que había desempeñado el poder presidencial de dicho partido. Un partido sin vida democrática, que era más una correa de transmisión del jefe del partido: el presidente. Esto llevaría a un traslado de la autoridad al siguiente peldaño en el escalafón de poder: los gobernadores, que asociados entre sí formaron una trama federada de poderes locales.[36]
La ciencia política tradicional creyó ver un síntoma de democratización en un nuevo PRI federado, con corrientes y contrapesos internos, que además provocó cierta deliberación democrática. Lo que sucedió en realidad es un proceso de descomposición de los poderes locales: la fragmentación del poder central en parcelas de poder en cada estado, las cuales dependían de liderazgos caciquiles y despóticos. Feudalización más que democratización del Partido Revolucionario Institucional. Ello produjo un extraño fenómeno. El regreso del PRI al poder hizo que de nuevo el Ejecutivo Federal estuviera en manos del viejo partido dominante. Pero el presidente no era ya el centro del poder del partido ni de la nación, sino la representación del poder feudalizado de los gobernadores, del cual el mismo Peña Nieto era rehén. La unidad momentánea de la federación de gobernadores logró retornar al poder en las elecciones de 2012, convertidos ya muchos de ellos en pequeños reyezuelos despóticos.
Esto llevaría a una oleada compulsiva de gobiernos de pillaje en cada estado donde gobernó el PRI, sin que el poder central —concentrado en sus propias acciones de corrupción y vínculos ilegales— pudiera contenerlos. Lo que se vivió en México desde pocos años antes de que Peña Nieto llegara al poder y durante su gestión, fue una verdadera metástasis de corrupción, rapiña y descontrol ya no sólo de los partidos sino de las estructuras del Estado.[37]
Señalado por el caso de corrupción de “la Casa Blanca”, o debido al escándalo del montaje llevado a cabo por el Ejército en el caso Tlatlaya —una masacre de civiles, modificada para hacerla parecer un enfrentamiento—, la aprobación del presidente Enrique Peña Nieto cayó por los suelos, representando un colapso de credibilidad de su gobierno, y junto a él, de su partido, de los gobernadores del pillaje y del sistema de partidos en su conjunto. El desacuerdo con su gobierno creció de 50% en 2013 hasta 74% al final de su gestión.[38] El presidente más impopular en 30 años. Sin embargo, para entonces, en 2018, 75.2% desaprobaban también a Vicente Fox, y 70% a Felipe Calderón.
La secuencia de decisiones y acciones de la partidocracia mexicana les acarreó una pérdida de consentimiento profunda y mayoritaria. No sólo el descontento, sino el agotamiento de las relaciones de mando-obediencia en amplios sectores de la población mexicana. La Encuesta Mundial de valores refleja ese proceso. Los encuestados que no tenían “ninguna” confianza en los partidos: pasó del 39.1% de la población en el año 2000 a 43% en 2012. El periodo presidencial panista que, como hemos dicho, sobrevivió mejor a su gestión. Sin embargo, después de la oleada de descomposición gubernativa y de la oleada de saqueo nacional, esta desconfianza total había crecido hasta 62.6%.[39] Esto converge con los estudios que hablan de una explosión de volatilidad en el voto, caída en la identificación partidaria de los electores y desalineamiento total de los partidos tradicionales en esa misma coyuntura.[40]
El descrédito total del sistema partidario como un lento proceso de erosión de la confianza en la clase política, coincide con una evaluación negativa sobre muchos rubros de lo que se considera una democracia en consolidación. Para 2017, sólo 26.2% confiaban en las elecciones, 13.8% en los partidos políticos, 58% pensaban que existía una muy baja libertad de prensa, y 62% una muy baja libertad de expresión. Hasta 70% consideraban que existía una muy baja protección de los derechos humanos básicos, y 65.5% opinaron que tenían poca o ninguna confianza en que el Poder Judicial castiga a los culpables de delitos o corrupción.[41]
La percepción generalizada de los mexicanos sobre la clase dirigente es inequívoca: mientras que, en 2006, 64% de la población pensaba que el país era gobernado por grupos poderosos en su propio beneficio, para 2018 esta mayoría había llegado a 88%.[42] Para las grandes mayorías el ejercicio político de gobierno estaba desacreditado y corrompido por completo.
El agotamiento del régimen de la alternancia de los tres partidos dominantes se debe a su descomposición en cuanto director y gestor del aparato estatal; a una incapacidad crónica para actuar institucionalmente entre ellos mismos y hacia los gobernados; a la ausencia de un horizonte, programa o proyecto de refundación estatal al terminar el viejo régimen, que los hizo actuar de manera continuista y prácticamente igual que el viejo partido dominante.
El respeto hacia la clase dirigente se erosionó. La legitimidad de la autoridad prácticamente desapareció. La crisis de hegemonía fue profunda. Comenzaron a desgajarse en silencio millones de conciencias que provocarían una crisis generalizada de representación, aunque sin iniciativa autónoma para sustituirla. Y no podían tenerla: la izquierda partidaria se había agotado y la izquierda antisistémica había sido aislada o disuelta. Sin éstas, las clases subalternas quedaron dispersas y desorganizadas: sin capacidad propia para afrontar a las élites que les habían agraviado.
III. El agotamiento de la izquierda histórica
No sólo los partidos de derechas entraron en crisis. El agotamiento de la izquierda partidaria en México es un fenómeno no reconocido, que se dio, sin embargo, mucho antes del colapso del régimen de la alternancia en 2018. La izquierda institucional nació en 1989 con el proyecto de la revolución democrática —que sustituía y daba fin al horizonte socialista—, el proyecto insignia de la izquierda del siglo XX.[43] Todos sus esfuerzos se orientaron entonces hacia la democratización del régimen a través de la derrota electoral del partido de Estado por medio de la figura de Cuauhtémoc Cárdenas, que amalgamaba a la izquierda socialista histórica, los movimientos sociales y el pequeño núcleo de ex dirigentes del PRI disidentes frente al régimen.[44]
Pero la noche del 2 de julio del año 2000, el proyecto político de revolución democrática había fracasado. La democratización la había logrado la derecha electoral. El liderazgo unificador de Cárdenas se había desgastado en tres campañas presidenciales. Regresar al horizonte socialista, después de la disolución de la Unión Soviética, parecía impensable. Tras haber sido segunda fuerza electoral en 1997, el PRD había quedado relegado a un lejano tercer lugar, aglutinando al electorado fiel a las izquierdas: unos seis millones de personas, lo que representaba apenas 16.64% de la votación. Había perdido casi millón y medio de votos, debido a la campaña que convocó al voto útil a favor de Vicente Fox.
La situación del sol azteca era simbólica: derrotado por la derecha, gobernaba en tres estados que en realidad habían sido triunfos electorales encabezados por tres ex priistas que recientemente habían salido de aquel partido; el único triunfo de aquel día era el de la Ciudad de México, con el electo jefe de Gobierno, Andrés Manuel López Obrador, apenas por cuatro puntos porcentuales por arriba de su competidor, Santiago Creel. Por ello se habló de la necesidad de refundar el partido mismo. Refundación que nunca se realizó.
El fin del liderazgo cardenista fue también el agotamiento del ciclo de movilización popular, campesina y estudiantil que desde 1986 criticaba al régimen autoritario. El PRD se formó, en efecto —al menos en sus inicios—, como un partido en movimiento, o si se prefiere, con la participación de varios movimientos sociales en su interior. El PRD fue también un movimiento democratizador municipal, que en Michoacán, Tabasco, Guerrero o Oaxaca luchaba desde la base para expulsar al PRI del poder, enlazando a numerosas organizaciones sociopolíticas, generalmente campesinas e indígenas. Era un partido que permitía que distintas organizaciones y luchas sociales disputaran el poder local al partido dominante. En la Ciudad de México, el movimiento estudiantil y el urbano-popular conformaron en buena medida las bases sociales del voto cardenista que le dio el triunfo en 1988. El cardenismo era un vehículo de expresión político-electoral de fuertes movimientos sociales. Doce años después, esa movilización democratizadora con clara inclinación hacia la izquierda, muchas veces radical en la base, había menguado.
La promesa de un partido en movimiento, que podía avanzar hacia la izquierda después de lograda la democratización, se degradó en partido clientelar, con cada vez mayor influencia de una segunda oleada de ex priistas descontentos; las bases perredistas desmovilizadas fueron cada vez más institucionalizadas y descabezadas, debido a la enorme migración de dirigentes sociales a puestos y cargos gubernamentales a partir de 1997.
Con la tercera derrota cardenista, el núcleo histórico de militantes e intelectuales de la izquierda histórica —comunista, socialista y radical— que participó en ese partido, comenzó a disolverse, y las corrientes perredistas ideológicas a desdibujarse aún más en una estructura capturada por el faccionalismo e incluso por el fraude electoral interno como forma de control del aparato burocrático.
Visto a la distancia que nos da el tiempo, observamos que las maniobras salinistas aislaron y reprimieron la movilización ciudadana, electoral y social expresada electoralmente a través del PRD, impidiendo su crecimiento y consolidación. Luego la apertura zedillista terminó neutralizando a las corrientes radicales en el seno de dicha fuerza —las de la intransigencia democrática o el movimiento de salvación nacional—, y su participación electoral a partir de 1997 legitimó al naciente régimen de la alternancia. La izquierda partidaria no pudo resistir las acciones de coerción y hegemonía provenientes del régimen.
Empero, el proyecto de la revolución democrática no sólo fracasó ante la embestida del salinismo, primero, y de la apertura y cooptación zedillista después, sino también por su incapacidad para construir una fuerza política y un horizonte propios, una vez que desaparecieron las condiciones que habían dado paso a su integración.
Sostenemos que el proyecto histórico de la izquierda partidaria terminó aquella noche de la elección del año 2000; no así su aparato electoral, que aún hoy perdura, aunque al borde de la desintegración. Ante la crisis programática de la revolución democrática, el agotamiento de un ciclo de liderazgo y movilización popular, ante el irreversible abandono del horizonte socialista y la acelerada crisis burocrático-clientelar, el PRD se había desfondado y comenzó a depender del único factor que lo mantendría a flote durante más de una década: Andrés Manuel López Obrador.
Es esa crisis la que aceleró la captura del aparato partidario por las corrientes más corruptas y pragmáticas. La estrategia de paulatina conversión del PRD en partido atrapatodo, estrategia diseñada y promovida por el propio López Obrador cuando fue dirigente de la institución (1996-1999), pero abrazada y llevada a sus últimas consecuencias por Nueva Izquierda, se convirtió en el salvavidas del desastre electoral del año 2000 junto a la emergencia como figura nacional desde la jefatura de Gobierno de la Ciudad de México del propio López Obrador.
Así, las corrientes pragmáticas necesitaban de la popularidad obradorista, y él necesitaba del aparato partidario controlado por ellas de cara a la contienda presidencial de 2006. Ese matrimonio por conveniencia se extendería hasta 2012. El proyecto partidario había sido reducido en buena medida a un aparato atrapatodo y a un líder carismático sin un horizonte programático claro.
El crecimiento del PRD comenzó a depender prioritariamente de la descomposición del Revolucionario Institucional, y puso fin a su convergencia con las luchas populares, que no ayudaban a construir mayorías debido a su radicalidad y a su composición de clase. El vaciamiento del proyecto perredista, su institucionalización como parte del nuevo régimen, así como su creciente moderación —de tintes tecnocráticos y de mercado— provocaron un progresivo alejamiento y en ocasiones ruptura de los movimientos y luchas sociales con esa expresión partidaria. El PRD quería desalinearse de dichos movimientos, y varios de éstos cuestionaban y se alejaban de ese partido.
A inicios del siglo XXI, la tensión, alejamiento y desconfianza frente al PRD de numerosas luchas sociales, anunciaba cierta bifurcación de caminos políticos entre acción electoral partidaria y movimiento social, y cierta escisión estratégica entre las clases subalternas movilizadas y organizadas. Así sucedió con el movimiento indígena (expresado en el ejercicio autonómico de facto del zapatismo y en las demandas del Congreso Nacional Indígena [CNI]); también ocurrió contradictoriamente en numerosas luchas comunitarias en defensa de la tierra y el territorio (un centenar de movimientos campesinos, indígenas, populares y vecinales en todo el país) que se enfrentaron a proyectos mineros, obras de infraestructura y afectaciones ambientales, en ocasiones, impulsadas o defendidas por los propios gobiernos emanados del Partido de la Revolución Democrática. El conflicto que llevó a la represión del Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra en Texcoco inició precisamente con la protesta frente a una autoridad municipal de extracción perredista.
El movimiento de los estudiantes normalistas de corte radical chocó con el represivo gobierno perredista en el estado de Guerrero. La Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE), a pesar de llamar en numerosas ocasiones al voto de castigo contra el PRI y el PAN —reivindicando en muchas de sus secciones su independencia— mantuvo su desconfianza crítica ante la expresión partidaria perredista primero y morenista después.
Más recientemente el ciclo de movilización feminista, esencialmente juvenil y universitario que se expresó a partir de la “primavera violeta” en abril de 2016, se desplegó de manera independiente a las expresiones partidarias y progresivamente más crítica ante la lucha institucional,[45] aunque la diversidad del feminismo en las calles parece limitar estas posiciones a su sector más antisistémico.
La expresión de numerosos movimientos, organizaciones y manifestantes no encontró cabida ya en el perredismo, pero tampoco, a partir de 2012, en el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), aunque siempre existieran vasos comunicantes, activistas y militantes que transitaban de un campo de acción política a otro.
La izquierda radical y antisistémica fue madurando por su cuenta numerosos aprendizajes, prácticas, críticas, formas de organización y sentidos comunes que constituyen saberes populares y alternativas sociales. Es de destacar que todos esos elementos programáticos fueran relativamente ajenos a la construcción y despliegue del fenómeno de masas obradorista y al proceso constitutivo de su expresión orgánica, Morena.
La izquierda social y radical, por su lado, tampoco logró interpelar o arrebatarles triunfos a los nuevos gobiernos del régimen de la alternancia. El ciclo de movilización radical en México fue bloqueado por las mismas élites partidarias y por los gobiernos del régimen de la alternancia que confrontaron a López Obrador. El resultado fue la exclusión de prácticamente todos los actores sociopolíticos que representan a sectores, organizaciones, proyectos y horizontes de una parte de las clases subalternas.
La clase política impidió una reforma integral del Estado al incumplir los Acuerdos de San Andrés, primero por el Ejecutivo, luego en el Legislativo y finalmente en el Poder Judicial. A la demanda del reconocimiento de la autonomía indígena del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) y el CNI, el cierre de caminos truncó la vía institucional formalmente democrática a sólo unos meses de realizada la primera alternancia. La exclusión de los pueblos indígenas del marco constitucional, la cerrazón política para procesar el conflicto armado en Chiapas, y el cierre de la política parlamentaria, hablan de la constitución de un régimen partidocrático que se rehusó a reconocer otras formas de poder político construidas por las clases subalternas y, en este caso, por los pueblos indígenas.
Si la multitudinaria e histórica movilización zapatista a la Ciudad de México fue derrotada por el desprecio legislativo, la insubordinación y protesta popular de otros sectores fue respondida con un alto grado de represión. En pleno régimen formalmente democrático, se siguió tratando a la protesta social como en el viejo régimen. Aunque no hay aquí espacio para narrar los numerosos episodios conflictivos y represivos durante las gestiones de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, queremos señalar los efectos contradictorios de dicha política.
El primero es que ante un sinnúmero de conflictos sociales, la represión —detenciones arbitrarias, fabricación de delitos, brutalidad policiaca, contrainsurgencia— se impidió que varias de estas fuerzas sociales se constituyeran como referentes políticos nacionales para las propias clases subalternas o bien que las organizaciones sindicales, estudiantiles, campesinas e indígenas, pudieran consolidarse creciendo y representando a sus sectores, localidades, o comunidades frenando de tajo su autoorganización.
Al darse la alternancia, la posibilidad de la apertura democrática en los sindicatos o en el sector rural abría el posible camino para que los movimientos sociales se desarrollaran y crecieran, y maduraran la representación y organización de las clases subalternas en un nuevo campo de oportunidades políticas. El régimen de la alternancia lo impidió, debilitando y hasta desintegrando varias de las fuerzas radicales y antisistémicas, y desatando una oleada de persecución, hostigamiento y represión. Sin embargo, esta batalla entre el nuevo régimen democrático con los movimientos sociales dañó también la credibilidad en los nuevos gobernantes, cuestionó su capacidad de dirimir el conflicto y, en ocasiones, provocó un juicio negativo sobre su actuación, considerada injusta o desproporcionada. La batalla contra los movimientos sociales, después de 18 años, fue mostrando la cara autoritaria de los gobernantes de la alternancia, lo cual fue otro factor de erosión de su hegemonía.
Hacia el fin de su gestión, Vicente Fox fue severamente evaluado por lo que fue una verdadera rebelión antiautoritaria representada en la Asamblea Popular de los Pueblos de Oaxaca. 74.7% de los mexicanos reprobó la actuación presidencial, frente a un 16.1% que estaba de acuerdo con su proceder.
En menor medida, el conflicto aeroportuario —encabezado por el Frente de Pueblos en Defensa de la Tierra (FPDT)— también provocó una evaluación negativa del gobierno foxista; 51.2% de los encuestados reprobaron la actuación del presidente. La condena a los gobiernos no necesariamente significa apoyo a los sectores movilizados, pero deja en claro la atribución de sentido negativo hacia los gobernantes, y la claridad popular y sus opiniones políticas y morales sobre cómo se ejerce el poder.
En el caso de Felipe Calderón, el conflicto provocado por la extinción de la Compañía Luz y Fuerza del Centro para disolver el Sindicato Mexicano de Electricistas, también provocó una reacción negativa ante la actuación del presidente. 48.8% lo reprobó mientras 38% aprobaba su decisión. Aquí, el sector de apoyo se concentraba en los votantes panistas, mientras que los votantes de otras fuerzas políticas o independientes oscilaban entre un 45% y 60% de condena.
Pero fue Peña Nieto —su agresivo empuje de reformas de corte neoliberal— quien al parecer desató la furia y la desaprobación total de su gestión, lo que desató conflictos sociales. La reforma educativa, por la que la CNTE lo confrontó a tal grado que produjo una masacre en Nochixtlán, Oaxaca. En 2016, ésta fue reprobada por 50.3% de los mexicanos. Aunque la propia CNTE tiene una mala imagen frente a la población en general —sólo 26% tenía en 2016 una opinión favorable sobre ella—, 39%[46] se pronunciaba en contra de sancionarlos por oponerse a la reforma, y 86%[47] opinaba tres años antes que se debían negociar sus demandas antes de usar la fuerza pública para desalojarlos del zócalo —cosa que hizo el gobierno peñista.
La reforma laboral, que enfrentó a Peña con el sector sindical, tuvo 64.6% de opiniones desfavorables. La reforma energética, cuya crítica fue protagonizada por el Movimiento de Regeneración Nacional, y en especial por el propio López Obrador, alcanzó un 72.8% de rechazo. La liberación del precio de la gasolina, que provocó una oleada nacional de protestas con tomas de gasolineras y concentraciones de repudio espontáneas en 2017 (624 protestas y saqueos en todo el país entre enero y marzo de ese año) reunió a 78.9% de la opinión de los mexicanos en contra del llamado “gasolinazo”.[48]
Son estas últimas movilizaciones multitudinarias las que muestran un cambio en el carácter de la protesta social, que pasó del enfrentamiento focalizado del régimen con las organizaciones radicales de la izquierda social a convertirse en movilizaciones generalizadas, protagonizadas por multitudes inorgánicas y hostiles al sistema político en su conjunto.
Fue la crisis nacional e internacional provocada por la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa en septiembre de 2014, y hasta las protestas del gasolinazo, lo que provocó la caída estrepitosa de la credibilidad y aprobación del gobierno de Peña Nieto. El desmoronamiento y rechazo que muestran los sondeos en la opinión pública, representan una condena generalizada de esa administración. Pero en clave hegemónica, es claro que el liderazgo y capacidad del peñismo para conducir al país quedaron quebrados sin poder restituirse en el resto del sexenio. En el caso de las movilizaciones de Ayotzinapa, además de su carácter multitudinario, nacional e internacional, es destacable el carácter de los cuestionamientos de la opinión pública.
Mientras que prácticamente todos los mexicanos tuvieron conocimiento de la desaparición de los normalistas (92%),[49] la desaprobación por la respuesta de los distintos niveles de gobierno era alta: 55% reprobaba algo o mucho la actuación de Peña Nieto ante la desaparición, mientras que sólo 20% lo aprobaba algo o mucho; la Procuraduría General de la República (PGR) y el Gobierno de Guerrero tenían niveles de desaprobación similares: oscilaron entre 51% y 57%. Hasta el 70% de los encuestados pensaba que los responsables de las desapariciones y asesinatos quedarían impunes. La credibilidad sobre la actuación del Estado era muy baja, demostrando la creciente desconfianza frente al gobierno de Peña y, junto con él, su partido y, en buena medida, el sistema político en su conjunto.
La población, altamente informada, responsabilizaba de las desapariciones a todos y cada uno de los niveles de gobierno involucrados, representados por distintos funcionarios que se medían con muy responsable o algo responsable. El presidente municipal perredista de Iguala, José Luis Abarca (84%); la policía municipal (83%); el ex gobernador perredista Ángel Aguirre (75%); el grupo criminal de tráfico de estupefacientes Guerreros Unidos (72%), y el presidente Enrique Peña Nieto (63%).[50]
Si seguimos con minuciosidad la opinión pública sobre Ayotzinapa, es porque podemos interpretar que fue ahí donde en buena medida se quebró por completo la hegemonía del régimen de la alternancia. Y es que Ayotzinapa mostró una radiografía del funcionamiento del Estado a toda la nación: policías capturadas por el narcotráfico; las consecuencias de la política atrapatodo del PRD; la magnitud de la catástrofe de la desaparición en México; la incapacidad o connivencias del Poder Ejecutivo estatal y federal. Ayotzinapa mostró el funcionamiento real del régimen de la alternancia y la enorme desconfianza y separación que se había formado entre los gobernados y sus gobernantes.
Pero si la crisis política desnudó al poder estatal en su conjunto, también mostró el carácter de la multitud que salió a las calles primero en Ayotzinapa y luego en las protestas contra el aumento del precio de las gasolinas. La izquierda institucional no estaba presente en esas movilizaciones como actor central u organizador. El PRD había entrado en una crisis final, tanto por su responsabilidad en las desapariciones como por su alianza con el gobierno de Peña Nieto y con Acción Nacional a través del Pacto por México, y en especial por la salida de López Obrador de ese partido.
Pero en esas multitudinarias movilizaciones, más allá del normalismo, víctima de la agresión y de las desapariciones, no cumplieron tampoco un rol relevante las organizaciones y fuerzas de la izquierda radical o antisistémica. Agotadas por la represión, en ocasiones divididas por verdaderas diferencias ideológicas o sectarias, reducidas en muchos casos a su mínima expresión, aisladas, en silencio o inmóviles frente al inédito ciclo de protestas, la izquierda extraparlamentaria no pudo, no quiso o no logró ser el vehículo de expresión ni organizativo de esas multitudes indignadas y rabiosas contra el régimen.
La multitud se expresó y se desbordó esos años al margen no sólo de la izquierda partidaria, sino también más allá de los referentes de los movimientos antisistémicos, las luchas y movimientos sociales. Era una multitud sin cabeza: expresión espontánea cuya enorme diversidad, pero también dispersión, eran a la vez su fuerza y su debilidad. Una multitud que no tenía referentes políticos que le dieran su propia forma, figura y voz, pero que tenía la claridad de su repudio. En ambos ciclos de acción colectiva, el grito de ¡Fuera Peña! y la exigencia de su renuncia, a pesar de ser manifestaciones con demandas muy claras (la aparición con vida de los 43, y terminar con el proceso de liberalización de precios de gasolinas), son un claro indicio del agotamiento de la relación mando-obediencia ante el Ejecutivo, y en realidad del repudio al sistema político en su conjunto.
El agravio y la indignación se convirtieron en rabia contra el sistema político. Ello fue fruto de un largo proceso de politización que no encontró ni cauces partidistas ni organizativos en la izquierda antisistémica, pero tampoco la renuncia presidencial ni la respuesta ante sus demandas.[51]
Lo que sucedió en México fue la destrucción de las mediaciones políticas, entendidas éstas como dispositivos hegemónicos. Ello implicó la descomposición misma de la trama político-estatal para mantener asegurado un relativo consenso de los subalternos. Un fenómeno mórbido por la incapacidad de la clase dirigente para constituir formas eficaces de convencimiento y cooptación, dejando cada vez más desnudas las relaciones de dominación que subyacen tras el régimen de la alternancia. Pero también, ante el aumento de mecanismos de imposición y dominación directos, la desarticulación y asfixia que impidieron a las clases subalternas constituirse en sujetos políticos por sí mismos.
El doble fracaso —de la izquierda institucional y de la izquierda antisistémica— para representar, encauzar y dar voz a las clases subalternas allanó el camino a un tipo de representación no anclada en la izquierda histórica. Una representación que sintetiza la multiplicidad de los agraviados donde su propia diversidad y debilidad les impide constituirse en un sujeto colectivo por sí mismos. Es una representación no orgánica, no esencialmente programática, que se desenvuelve más en el campo simbólico y en la relativa dignificación de los excluidos del poder. Eso es también el obradorismo, el fenómeno que desplazó a la izquierda histórica de la representación de los subalternos en su enorme descontento y rabia frente al sistema político.
- Obradorismo, antagonismo y polo popular
El obradorismo es, en parte, un vehículo de expresión antagonista de las clases subalternas contra los partidos del régimen de la alternancia y, en mucho menor medida, contra la élite económica. López Obrador se convirtió en el emblema opositor a ese régimen, porque desde ahí se le atacó y se intentó descarrilar su candidatura en 2004 con el proceso de desafuero en su contra. El régimen desató un conflicto más allá de los cánones liberales de competencia democrática, abriendo, sin desearlo, el paso a la política extraparlamentaria de López Obrador y, con ésta, a la participación popular.
Obrador fue convertido en outsider del sistema cuando la clase política de la alternancia quiso expulsarlo de su seno, quebrando no sólo la institucionalidad democrática sino además poniendo en cuestión el pacto partidario para la llamada transición en una suerte de golpe de Estado preventivo.[52] Ese ataque fue visto como un agravio no sólo para el candidato sino para un enorme sector de la población. La acción presidencial autoritaria cohesionó a la opinión pública en su contra y a favor de Obrador. Su excepcional liderazgo, en parte, es un resultado no esperado de la acción de quien le atacó.
El conflicto sobre el desafuero catapultó a Obrador al centro de la atención nacional. En agosto de 2004, 62% de los mexicanos habían escuchado del desafuero. Para abril de 2005, llegaba a 82%, cuando López Obrador hablaba en la Cámara de Diputados. Y mientras que al principio 40% de los encuestados consideraban el proceso como injusto, al año siguiente la desaprobación llegaba a 52%, y sólo 21% apoyaba el juicio en su contra.[53] Este antagonismo, esta disputa, que escindió en dos campos al sistema político, es el espacio de despliegue para la acción colectiva del obradorismo movilizado.
Por antagonismo entendemos un proceso de conflicto, una experiencia colectiva de impugnación;[54] una contienda política pública y colectiva;[55] un sistema de interacción contenciosa cuyos actores se articularon precisamente a partir de la acción de las élites y su agrupamiento, lo que definió la conflictividad: de un lado, los partidos, líderes y poderes fácticos del régimen de la alternancia, agrupados como un bloque antiobradorista. Del otro, una multitud inorgánica, irrepresentable, pero movilizada y crecientemente politizada a través del proceso de conflicto con esas élites, multitud que sólo puede expresarse a través de la mediación del liderazgo de Andrés Manuel López Obrador.
La constitución del obradorismo se encuentra entonces en el momento fundante del proceso del desafuero, pero también en la interacción que representó la movilización popular, convocada por el propio Obrador en su apoyo en dicha coyuntura. Movilizaciones inéditas por la participación masiva; movilizaciones que modificaron el escenario político y a sus actores, y que se reúnen luego en la campaña presidencial de 2006. La campaña negra de Acción Nacional y los empresarios contra López Obrador, el polémico resultado interpretado como fraudulento en aquellos comicios y en las movilizaciones posteriores, que culminan en la Convención Nacional Democrática, representan ese ciclo fundante marcado por el fuego del conflicto, pero en especial de la movilización, politización y atención al conflicto electoral nacional.
Todo este ciclo, que al final es una derrota, representa un enojo multitudinario creciente ante la estrategia desesperada de veto de las élites contra Obrador: desafuero-campaña negra-fraude electoral se instalan como experiencia colectiva de cierre de filas ante el líder, que se defiende ante un poder que lo rebasa, pero a la vez como experiencia colectiva de antagonismo. El desafuero se vive como un ultraje, la campaña sucia como agravio y el fraude como rabia popular, como una experiencia in crescendo, un cúmulo de agravios intolerables que politiza —y radicaliza— a sus propios seguidores, los cuales deben ser contenidos —y desmovilizados— por el propio Obrador.
La figura de López Obrador defendiéndose a sí mismo en el Congreso de la Unión en 2005, contra una mayoría parlamentaria en su contra, así como dirigiendo la protesta popular después de la elección con un discurso confrontativo que desconocía la legitimidad de Felipe Calderón como presidente, encarna uno de los elementos de significado y de atribución de sentido del liderazgo carismático: el heroísmo. Entre el desafuero y la elección presidencial sucedió un quiebre en la atribución de sentido sobre el liderazgo de López Obrador, que saltó de ser un dirigente partidario y jefe de Gobierno relativamente popular, a convertirse en la representación antagonista contra los abusos del nuevo régimen, en la representación antiestablishment: un valiente líder que desafiaba al sistema político en su conjunto, al Congreso y al presidente mismo en un contexto donde el desafío al poder era algo profundamente deseado, anhelado y postergado entre ciertos sectores subalternos.
López Obrador en todo momento construyó una narrativa simbólica sobre sí mismo que tomó distancia del lábil liderazgo cardenista, y buscó demostrar ante sus seguidores y ante la nación una estatura moral superior en comparación con los representantes del régimen; de ahí su lema de campaña “honestidad valiente” y su frase repetida desde el año 2000 y hasta su ejercicio de gobierno: “No somos iguales”.[56] Esta confrontación con el PRIAN, la mafia del poder, los fifís, la oligarquía, todas frases suyas, no sólo son una caracterización e impugnación anti-élites, sino al mismo tiempo la propia construcción simbólica del líder que está dispuesto a confrontarlas, señalándolas, denostándolas desde cierta enunciación impugnadora.
Este tipo de narrativa no destaca porque sea muy elaborada, porque aporte nueva información sobre la situación política, ni porque la situación de pobreza o la corrupción de las élites sea un discurso elocuente o extraordinario. Lo inusual es que un líder político lo diga abiertamente, en la esfera público-político-estatal, haciendo un discurso de impugnación contra los poderosos que quizá muchos entre la multitud obradorista quisieran gritarlo ante las élites.
El desafío discursivo a la partidocracia, o al régimen, le atrajo una masiva credibilidad como dirigente. Si el liderazgo carismático es una relación[57] y se fundamenta en que los seguidores crean y obedezcan voluntariamente al líder, para explicar esa relación de obediencia no hay que buscar sólo en lo que creen sino en lo que rechazan, y no sólo indagar a quién siguen y en quién confían, sino a quiénes repudian: la oligarquía partidocrática del régimen de la alternancia.
El discurso antioligárquico constituye, por oposición, la emergencia del sujeto subalterno como identidad negada y excluida tanto del mundo triunfante de la globalización neoliberal como de la esfera política institucional del régimen de la alternancia.
El carácter disruptivo y políticamente incorrecto de López Obrador representa en cierta medida la aspiración medianamente radical desde abajo para señalar al poder sus abusos y desmanes. Debido a su impulso acusador y arrojado, sintetiza la insubordinación discursiva y el juicio moral que muchos desearían expresar pero que sólo pueden hacerlo a través del voto y apoyo a su figura. Es el vehículo de expresión que, sin otros referentes, organizaciones, liderazgos, partidos de izquierda, se vuelca alrededor de las iniciativas, decisiones y posturas del líder. Voz que permitió expresar simbólicamente el agravio, el desacuerdo y la indignación popular ante las acciones del régimen de la alternancia primero, y contra la oposición una vez que Obrador llegó al poder.
Este enojo e indignación masiva que no tenía otros cauces de expresión, no son fenómenos irracionales, como la literatura dominante del populismo parece sugerir. La teoría de la acción colectiva y la protesta social postula que ciertas emociones involucran siempre apreciación y evaluación, es decir, cognición y juicio moral. Por eso se habla de “emociones reflexivas”, que involucran una atribución de sentido, aprobatoria o de rechazo, basado en creencias, intuiciones o principios éticos.[58] La indignación, definida como “ira justa”,[59] es una emoción sancionadora sobre lo incorrecto de la actuación de los gobernantes; una emoción madurada a fuego lento en la experiencia de los tres gobiernos de la alternancia. Las emociones reflexivas son profundamente racionales y políticas y, en el caso que analizamos, nos parece que se produjeron a través de la comunicación informal creciente en redes sociales y en medios no dominantes ante un largo proceso de conflicto y descomposición nacional de una forma de gobernar. Se produjeron en la convergencia de la evaluación negativa sobre los gobiernos de la alternancia, en la percepción generalizada de rechazo al sistema partidario, en la condena de los desaguisados autoritarios, pero especialmente en el conflicto nacional contra Obrador, y en la movilización popular como experiencia política de un sector del obradorismo.
Así, el agravio popular es un largo proceso en nuestro análisis que también es parte de la crisis de hegemonía, porque se deterioraron los compromisos mutuos entre gobernantes y gobernados, es decir, el sistema de autoridad.[60]
La multitud agraviada es el núcleo del primer obradorismo, el cual emerge, en la primera candidatura presidencial, con el fenómeno que ha sido malinterpretado como un simple crecimiento de la izquierda electoral. En esos años sucedió algo más: surgió una movilización multitudinaria que era más grande que la izquierda histórica existente tanto electoralmente como en la movilización en las calles, fenómeno masivo que vino a sustituir a dicha fuerza. Es aquí donde debemos diferenciar entre un obradorismo plenamente electoral, que reside en el apoyo y la acción sólo a través del voto, y el obradorismo movilizado —el fenómeno multitudinario dispuesto a salir a las calles y a la acción colectiva, el obradorismo partidario u organizado.
Debemos dimensionar entonces que el crecimiento electoral resultado de la candidatura de Obrador en 2006 fue de 138% frente a la votación partidaria previa. Y que las distintas movilizaciones de ese momento reunieron entre un 1 millón 200 mil y dos millones de personas. Esta movilización y expresión electoral no agrupaba solamente a las bases históricas de la izquierda partidaria, ni sólo a agrupaciones clientelares —que también conforman el obradorismo—, sino a un espectro mucho más amplio, cuya politización emanaba del conflicto electoral, del liderazgo obradorista, de la coyuntura masiva de participación. Millones de personas que se desalinearon del voto periférico por el Revolucionario Institucional, o nuevas generaciones cuya primera experiencia política se realizaba a través de dichas protestas, contexto de conflicto y liderazgo unipersonal.
La multitud de agraviados desbordó al aparato partidario que ya estaba en crisis y descolocó a las organizaciones de la izquierda histórica y antisistémica. Esta oleada de participación popular arrebató el protagonismo a las luchas sociales tradicionales, a los viejos militantes, a los sectores radicales en resistencia al neoliberalismo con una forma de participación plebeya y popular-electoral, poco cercana a la cultura radical, socialista o autonomista que tejían la izquierda hasta esos años de manera marginal. Una multitud reunida alrededor de la impugnación al régimen contenida siempre por el pacifismo obradorista y por la lógica electoral. Participación extraparlamentaria para influir en el sistema de representación formal.
La multitud movilizada le dio una enorme legitimidad y centralidad al propio López Obrador: señalado enemigo peligroso desde arriba, nombrado líder para impugnarlos desde abajo. Ello terminó por debilitar o cuestionar otros liderazgos a la izquierda de López Obrador —como el EZLN— o a su derecha —la corriente pragmática de Nueva Izquierda—, cuyo margen de acción en ambos casos se estrechó. La efervescencia popular cohesionada alrededor de una figura única puso en crisis tanto organizativa como política a todas las izquierdas.
La organización por fuera del PRD de las redes ciudadanas, luego de los comités hacia la Convención Nacional Democrática y, finalmente ,de las representaciones del “Gobierno legítimo”[61] que encabezó simbólicamente López Obrador después de declararse ganador a Felipe Calderón, son parte de la constitución organizativa más allá de la izquierda histórica partidaria —disuelta en los hechos y como proyecto, como ya hemos analizado— y siendo ajena casi por completo a la izquierda antisistémica, por ser construida esencialmente como maquinaria electoral.
Las estructuras propias de lo que formó el Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), por tanto, aunque con la participación de ciertas corrientes, liderazgos, militantes, activistas e intelectuales de la izquierda histórica partidaria, sindical y social, se integran con el peso decisivo de una nueva oleada de participación popular de base y dirigentes antes ajenos al campo político, con un cuerpo de líderes leales a López Obrador, de los ex priistas disidentes de segunda ola —y algunas de sus bases sociales— así como cada vez más ex integrantes del mismo régimen de la alternancia al que Obrador combatía, junto a personalidades del mundo empresarial, académico y artístico poco identificados programática e históricamente con la izquierda.
Esta singular composición habla no sólo de una estructura burocrático-partidaria heterogénea y contradictoria, sino de una expresión política totalmente nueva que engulló, en todo caso, a la izquierda histórica partidaria o lo que quedaba de ella, quitándole por completo la centralidad que tuvo en el pasado. No se trató del trasvase de la izquierda institucional a un nuevo partido, sino la construcción partidaria de una nueva fuerza donde la izquierda histórica sólo es un componente más, y en ocasiones, uno secundario.
La separación de Obrador del PRD, originada por el creciente conflicto con Nueva Izquierda, que durante el sexenio de Felipe Calderón se apoderó casi por completo del aparato partidario y que había girado hacia una política burdamente colaboracionista, desnudó la crisis del PRD y el pragmatismo y tamaño sobredimensionado de dicha corriente. Empero, la escisión entre el movimiento obradorista y la estructura partidaria, aunque liberó a López Obrador de las ataduras burocráticas perredistas, también desinstitucionalizó aún más un fenómeno político muy heterogéneo, integrado por una diversidad multitudinaria irreductible, por pedazos de redes y estructuras que se desprendieron de otros partidos, por estructuras del viejo PRD y redes clientelares y a actores e intereses muchas veces contradictorios en el interior de lo que se comenzó a convertir en una fuerza política sólo unida o entretejida por el liderazgo obradorista, resultado de una “mixtura pragmática entre la vieja política y la nueva”, así como de la “ausencia de una discusión ideológica sustantiva”.[62]
Por otro lado, los distintos nucleamientos de los movimientos sociales o de la izquierda antisistémica naufragaron uno a uno, desintegrándose o no llegando nunca a constituirse del todo, por lo que el ascenso de un segundo obradorismo, en la coyuntura de mayor descomposición de la clase política, durante el mandato peñista (2012-2018) no fue encauzado desde la radicalidad de las luchas sociales ni de la izquierda antisistema. Es paradójico que cuando las condiciones de mayor indignación contra la clase política y el sistema político en su conjunto llevaron al colapso casi total de la hegemonía del régimen, la izquierda insurreccional o antisistémica no lograra encauzar el profundo, masivo e histórico descontento popular, ni aparecer como un referente político de importancia mientras la multitud se expresaba en las calles.
El enojo y la rabia del segundo obradorismo se caracteriza por una creciente hostilidad hacia los poderes establecidos, producto de una experiencia colectiva sobre la fallida guerra, los gobiernos de pillaje y los ataques que recibieron los sectores organizados que resistían al neoliberalismo o que eran víctimas de sus efectos. El segundo obradorismo comienza a emerger no sólo en la construcción organizativa, sino en una nueva oleada de movilización popular contra las reformas estructurales del Pacto por México. Masivas protestas que implicaron un nuevo ciclo de significación y politización multitudinaria.
La desaprobación de todos los gobernantes, su crisis de credibilidad, el comportamiento de presidentes, gobernadores y hasta de presidentes municipales emanados del PRI y el PAN, el continuismo de dinámicas del viejo régimen encontró cada vez más representación en la división del campo político originado en 2004. La polarización[63] escindió al país en quienes identificaron a los partidos gobernantes como uno solo, o al menos muy parecidos entre sí, como un solo bloque, de un lado, y las clases subalternas agrupadas por el rechazo mediado por López Obrador, por el otro. Para los sectores más politizados del obradorismo, la firma del Pacto por México representó claramente la unidad de la partidocracia en clave neoliberal y la prueba de que el discurso dirigente representaba fielmente el conflicto político nacional.
Que el antagonismo, rechazo, repudio, condena o desaprobación multitudinaria a la partidocracia sea el eje aglutinador del obradorismo, lo comprende perfectamente el presidente de la República, quien ha hecho del ejercicio de gobierno una extensión de la confrontación como modo de asegurar su propia legitimidad. El agravio es muy profundo y sigue siendo un poderoso movilizador, un constante cierre de filas alrededor del líder, lo que permite confrontar a los partidos otrora gobernantes. Enojo que se actualiza en cada ataque y crítica —justificados o no— de los partidos opositores al gobierno de la 4T. Una vez más, es la relación dinámica del conflicto, vigente aún, la que renueva el apoyo popular. El hecho de que la coalición opositora niegue los fracasos y errores de sus gobiernos, sólo enardece el enojo original. El conflicto de las clases subalternas con los gobernantes es un fuego que López Obrador, pero también sus opositores, han mantenido encendido, empujando a miles a defender las posiciones de la llamada 4T.
El segundo obradorismo de 2018, que implicó un crecimiento electoral de 90%, tiene igualmente un carácter defensivo ante los desmanes de las élites. Un freno de mano multitudinario ante una situación crecientemente intolerable. Podemos interpretar también que Obrador fue la única defensa de las clases subalternas ante una élite partidaria fuera de sí y una realidad abrumadora, avasallante en términos sociales que desintegra las condiciones políticas para el agrupamiento y la expresión política institucional o extraparlamentaria. Los efectos de las fuerzas centrífugas del mercado, y la guerra contra el narcotráfico, erosionaron desde la base las expresiones autónomas de las clases subalternas. Una masa impresionante de indignados, pero también de desvalidos, integran las bases sociales del obradorismo: los damnificados del régimen de acumulación de capital en su forma neoliberal, pero también las víctimas de un Estado que no tiene ya la capacidad de proteger y proveer. Es la irrupción política intempestiva de una multitud en condiciones excepcionales: la crisis estatal. Es el manotazo popular a los excesos intolerables de un poder identificable por sus errores, su fracaso, su corrupción o su despotismo. La crisis de hegemonía no es sólo debilitamiento de las clases dominantes sino esencialmente intervención y acción de las clases subalternas. La crisis es precisamente el des-orden político donde la multitud no puede ser contenida dentro de los parámetros institucionales formales y, por tanto, de los sistemas de mediación de la democracia liberal representativa. Este desborde somete a crisis a toda la representación democrática.
La crisis de hegemonía mexicana no es sólo una ruptura subjetiva entre gobernados y gobernantes; es además un proceso de disgregación del Estado mismo y/o sus instituciones y dispositivos para asegurar el orden y su reproducción política, económica y cultural.[64] Que las estructuras estatales sean incapaces de impartir justicia, de mantener la vigencia del Estado de derecho, de proteger a sus habitantes de la violencia generalizada y de otros fenómenos mórbidos, permite comprender cómo, después de pasar por gobiernos de otros signos, López Obrador fue visto como única alternativa ante el relativo colapso nacional, que implica para muchos una situación invivible.
El desorden estatal como gran crisis de seguridad y violencia produce un estado de excepción de facto y señala el fracaso dirigente de la partidocracia para conducir al país. El hecho de que el Estado no sea ya capaz de proteger y proveer va más allá de la crisis política partidaria; abre una brecha de desinstitucionalización y debilitamiento de la estatalidad misma. Es esto lo que aumenta el carácter paternalista que una parte del obradorismo establece como relación con el líder, cuya preocupación por los pobres parece constituir una fuerte conexión simbólica con ellos. Si frente a las élites partidarias Obrador es un valiente impugnador de quienes agraviaron a las clases subalternas, frente a éstas aparece como su benefactor y protector. Las tareas estatales de protección y provisión que el Estado no puede otorgar son buscadas en la figura del líder.
El compromiso de reciprocidad entre las clases subalternas movilizadas y su líder parece ser un intercambio de apoyo popular por protección, intercambio expresado de muy distintas formas simbólicas: desde el cariño y admiración espontáneos expresados en innumerables episodios que rayan en la devoción, hasta la expresión más politizada y menos optimista de ser el “mal menor” entre algunos de sus votantes. En otros sectores politizados del obradorismo, esto pareciera traducirse de manera programática en el regreso del Estado benefactor o en los ideales socialdemócratas —un tanto desdibujados— del Estado de compromiso y su función redistribuidora, urgente en el contexto de extrema desigualdad neoliberal. En muchos de sus seguidores, la poderosa memoria del nacionalismo revolucionario sigue vigente; emula los símbolos de los gobiernos que supuestamente emanaron de la Revolución mexicana y reivindican los derechos consagrados o perdidos durante el siglo XX. López Obrador pareciera ser el arma defensiva de muchos sectores subalternos. El estado defensivo es una de las características gramscianas de la subalternidad.
Por último, una vez ocupado el Ejecutivo Federal desde 2018, cada vez fue más claro que la figura misma del origen social del hoy presidente (un López) coincide con una alta representación popular con la identidad de su líder: es uno de ellos. El advenimiento de los progresismos en América Latina hizo cada vez más visible que la ocupación misma de un lugar simbólico de poder, ha sido considerado como un triunfo propio de las clases subalternas: los Morales, los Chávez, los López, representan la ocupación del poder formal como un acto mismo de justicia, ante la exclusión histórica de los indios, los humildes o las clases bajas y populares. Es por ello que —aun cuando es evidente que Obrador no sólo recibió votos de los pobres, sino también de algunos sectores medios— la identidad popular del líder es un poderoso factor movilizador.[65]
La multitud obradorista ha defendido una y otra vez a su gobierno, no porque desconozcan sus límites y algunas de sus contradicciones —como muestran varias encuestas[66] y estudios—, sino porque consideran que el gobierno de la 4T, a pesar de sus fallos, es su triunfo sobre las clases dominantes, o al menos sobre la partidocracia que tanto desprecian.
Y es que el conflicto —incompresible para la otrora clase gobernante pero también para la academia y la intelectualidad dominante— no está constituido sólo por razones evaluativas de las acciones de gobierno y su corrupción, ni sólo por la polarización política en dos campos antagónicos, sino también por la escisión de la estratificación de clase y color de piel que atraviesan el conflicto mismo;[67] por la cultura tecnocrática y proempresarial de los gobiernos de la alternancia que se vivieron como experiencias colectivas cada vez más alejadas de la realidad subalterna, por la humillación que los gobernantes infligieron a los gobernados en la oleada de saqueos, abusos, privilegios y despilfarros, mientras que los gobernados sufrían el colapso y la tragedia nacional.
Lo novedoso del conflicto es que se ha extendido no sólo por la insistencia rijosa del presidente sino por la reacción oligárquica de quienes fueron expulsados del poder, pero también —y esto es esencial— de las propias bases sociales de los partidos que antes gobernaban. Durante cuatro años de gobierno, desde el clasismo, el racismo y la aporofobia, se ha ofendido y humillado al presidente, pero también, profundamente, a sus bases sociales. Fueron reducidos en la narrativa dominante de medios, opinadores, intelectuales y líderes opositores a masa ciega, obtusa, iletrada, seducida por el discurso mesiánico del presidente. Este feroz ataque sólo profundiza el agravio original. Y es que como ha dicho Adolfo Gilly[68] sobre las relaciones de dominación en las clases subalternas, “el agravio pide venganza, la humillación, desquite”. De ahí que algunos intelectuales estén asustados por la insubordinación de las bases obradoristas, que se expresan políticamente de manera incorrecta, plebeya, insolente, a través del vehículo discursivo de expresión callejera y en la voz del propio presidente.
Lo “popular”, así, no aparece como fruto de las manipulaciones del discurso estratégico de un líder populista, sino de las fracturas sociales históricas[69] y de las narrativas y contranarrativas que endurecen el conflicto entre multitudes subalternas y la partidocracia que salió del poder. Lo popular configura una ambigua identidad que excluye a quien tiene poder y privilegios, e incluye a toda aquella identidad que se expresa desde un lugar de exclusión.[70]
Así, más que la búsqueda obsesiva del sujeto pueblo de la teoría del populismo, se conformó de manera contradictoria, a raíz del conflicto creciente con el régimen de la alternancia, un “polo popular” —término también propuesto por Gramsci— a partir de un campo de posiciones heterogéneas que “comparten una situación de negatividad respecto del orden vigente”.[71] Ese polo popular es una construcción social ambigua y abierta que sólo es posible en la antinomia gobernantes-gobernados, oligarquías-pueblo, los de arriba-los de abajo, clase dominante-clases subalternas. La política popular que de ahí emerge puede ser parte de todas las formas antielitistas de control de cambio social.[72]
Pero la identidad popular también se construye desde la otredad: el polo antagonista que rechaza identificarse con el carácter amenazante de las expresiones plebeyas, con la piel oscura, con lo pobre y los pobres, con la ausencia de distinción de clase; dicho polo se agrupa tendencialmente entre los votantes de los partidos tradicionales y las clases medias. A la inversa, la identidad popular sirve de crisol para el agrupamiento de víctimas y agraviados: una convergencia irreductible y heterogénea, pero unida por el conflicto contra los gobernantes, vinculada más que de manera programática, orgánica o clasista, a través de un largo proceso de dependencia a su dirigente.
Y es que la característica principal del obradorismo es la de una multitud que irrumpe políticamente sólo cuando el líder la convoca a ser parte activa del conflicto. La multitud obradorista gira de manera radial alrededor de su figura, como parte de una política extraparlamentaria, para hacer política en la esfera público-estatal instituida, exclusivamente a través de su personal mediación, iniciativa, ideas políticas y moralidad.
Así, el obradorismo movilizado no llega a constituirse en sujeto por sí mismo. Es un movimiento que no cuenta con estructuras, deliberación y espacios propios de decisión. Episódico, su acción depende de las necesidades de confrontación con los opositores del régimen de la 4T, así como de la búsqueda de legitimación y apoyo a decisiones que ya han sido tomadas previamente. El obradorismo movilizado es el centro del antagonismo con las élites partidarias y fuente de legitimidad conflictual encabezada por Obrador que se activa en momentos álgidos de confrontación y vuelve al estado de latencia en los tiempos ordinarios de la gobernabilidad. La multitud irrumpe, sí, pero sólo cuando el presidente lo decide.
El obradorismo electoral, por otro lado, es un fenómeno de desalineación partidaria, con un amplio sector de votantes inestable, desencantado y alejado de identificación con las fuerzas políticas hasta hace poco dominantes del régimen de la alternancia. El obradorismo electoral es la base de legitimidad gubernativa, como en cualquier sistema democrático; depende del vaivén de las preferencias electorales de las mayorías y es ahí donde los contenidos programáticos son más débiles y la lealtad al presidente, más frágil.[73]
El obradorismo partidario, dirigido de manera creciente y alarmante por una nueva burocracia que mantiene una política atrapatodo, funciona una vez más como maquinaria electoral sin dirigir sus energías y recursos a hacer madurar al sujeto político popular de la multitud obradorista. El obradorismo partidario está obturado por la maquinaria burocrática, que impide su expresión, autoorganización y maduración política. [74]
El carácter subalterno de la multitud obradorista es, en suma, su debilidad crónica para darse su propia forma y figura, para expresar su voz por sí misma. Es una multitud desvalida en términos de autorrepresentación popular; necesita la cristalización de identidad y horizonte a través de la dirección de López Obrador, por cuanto están rotos o son débiles o inexistentes los mecanismos que le permitirían hacerlo por sí misma. Así el propio líder, sea por evaluación política y utilitarismo, sea por convicción programática, sea por insuficiencia, contiene y vuelve pasiva a la multitud obradorista dentro de un marco restrictivo de participación.
Así pues, si en México hay un fenómeno populista, es producto de la exacerbación de una profunda crisis hegemónica que no pudo resolverse ni por la vía institucional ni por la vía autoritaria; constreñido a desenvolverse en la democracia liberal, y ante la debilidad crónica de las clases subalternas, tampoco pudo encauzarse hacia su insubordinación radical y autónoma. Erosionadas las mediaciones del sistema político, pero también las correas de transmisión y reproducción estatal, la crisis hegemónica, las fuerzas en pugna y las salidas a la disputa, pasan, necesariamente por la decisión y forma de hacer política de un solo hombre.
Si la hegemonía —siguiendo a Gramsci—, además de ser un modo de ejercer el poder estatal puede ser también un proceso de subjetivación, de constitución de un sujeto popular,[75] a pesar de la disposición real de las clases subalternas para actuar, tanto su debilidad como su mediación a través del líder parecieran producir una lábil representación simbólica popular cuya fuerza no termina de derrotar a la partidocracia, ni toca necesariamente a la poderosa oligarquía empresarial mexicana, ni tampoco produce el avance de las clases subalternas hacia su propia autonomía.
Y es que el intento obradorista de establecer un nuevo modo de regulación —otra forma de gobierno— dentro del mismo régimen de acumulación, en medio del crecimiento incesante y desbordado del capital, bien puede ser un despropósito. Hasta ahora, el proyecto de la cuarta transformación actúa en la teórica complementariedad Estado-mercado, entre rol arbitral y consensual y de compromiso entre clases—. Un equilibrio inestable entre soberanía e intereses imperialistas, entre fuerza estatal regulatoria y capital trasnacional, entre mayoría progresista y reorganización de las derechas mexicanas. Una mediación entre poderes de facto del pasado y cambios políticos simbólicos. Un juego inestable entre política institucional y extraparlamentaria, entre oligarquías partidarias y polo popular movilizado.
La peligrosa política del equilibrismo de Obrador se centra en la gestión estatalista y no en el protagonismo popular, no en la acción y maduración de la multitud politizada y forjada durante la crisis hegemónica. A pesar de su discurso, la cuarta transformación no es un proceso de protagonismo desde abajo. De hecho, el obradorismo no es autodeterminación popular sino su negación. El polo popular es instrumentalizado para lograr los fines presidenciales: López Obrador mantiene su centralidad personal, obstruyendo que el sujeto de cambio social sean los de abajo. La 4T pierde así la dimensión emancipatoria de lo político, dirigiéndose hacia el modo tradicional que hizo colapsar a otros progresismos, degradando el polo popular a mero apoyo al verdadero sujeto de cambio: el presidente mismo.
De no madurar y fortalecerse las clases subalternas, bien podría restaurarse el régimen de la alternancia, degradarse en un giro autoritario de derechas, o ser el polo popular subsumido en una nueva hegemonía estatalista que lo subordine.
Es significativo que la salida a la disputa histórica de la crisis hegemónica dependa más de un hombre que de la fuerza, horizonte y organización de las clases subalternas. Esa contradicción podría llevar al desastre al obradorismo y, junto con él, al país entero.
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[1] Benjamín Arditi, La política en los bordes del liberalismo: diferencia, populismo, revolución, emancipación. La política en los bordes del liberalismo, Gedisa, Barcelona, 2010.
[2] Paul Taggart, Populism, Open University Press, Buckingham, 2000
[3] Cas Mudde, y Cristóbal Rovira Kaltwasser, Populismo: una breve introducción, Alianza, México, 2019.
[4] Usamos aquí libremente la noción de multitud de Zavaleta como forma política más amplia que la clase, pero sin la característica hegemónica y dirigente que dicho autor le confiere.
[5] René Zavaleta (comp.), Bolivia, hoy, Siglo XXI, México, 1983.
[6] Massimo Modonesi, Subalternidad, antagonismo, autonomía. Marxismo y subjetivación política, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) / Prometeo Libros / Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2010.
[7] Adolfo Gilly, Historias clandestinas, Itaca, México, 2009; Barrington Jr. Moore, La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México, 1989.
[8] Edward Palmer Thompson, Historia y antropología social, Instituto Mora, México, 1994
[9] Ernesto Laclau, La razón populista, Fondo de Cultura Económica (FCE), Buenos Aires, 2005.
[10] Jan Werner Müller, ¿Qué es el populismo?, Grano de sal, México, 2017.
[11] Fernando Vallespín, y Máriam M. Bascuñán, Populismos, Alianza, Madrid, 2017.
[12] Álvaro Aragón, “Democracia y populismo”, en Ángel Sermeño, Álvaro Aragón, y Concepción Delgado, Populismo y declive democrático. Síntomas de un cambio de época, Gedisa / Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), 2022, pp. 54.
[13] Juan Carlos Portantiero, Los usos de Gramsci, Folios, México, 1981.
[14] Fabio Frosini, “¿Qué es la ‘crisis de hegemonía’? Apuntes sobre historia, revolución y visibilidad en Gramsci”, en Las Torres de Lucca, vol. 6, núm. 11, 2017, pp. 45-71.
[15] Gramsci utiliza de manera flexible, clases, sectores o grupos subalternos para expresar más que una característica sociodemográfica o de explotación, una categoría relacional y dialéctica en vínculo con la dominación o la clase dominante, siendo ésta a la vez hegemónica. El término retomado del lenguaje militar refiere a grados inferiores en la cadena de mando, subordinados. Véanse los trabajos de Modonesi citados en este texto, así como el trabajo de Guido Liguori, “Gramsci y las clases subalternas” (2017).
[16] Luis Tapia, “Hegemonía y bloques históricos en América Latina”, en Gramsci. La teoría de la hegemonía y las transformaciones políticas recientes en América Latina. Actas del Simposio Internacional Asunción, 27-28 de Agosto de 2019, Centro de Estudios Germinal, Asunción, 2019, p. 352.
[17] Joachim Hirsch, El Estado nacional de competencia, Universidad Autónoma Metropolitana (UAM), México, 2001.
[18] Ellen Wood, Democracia contra capitalismo: la renovación del materialismo histórico, Siglo XXI / Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH)-UNAM, México, 2000, p. 248.
[19] Joachim Hirsch, y Gerardo Ávalos, La política del capital, UAM, México, 2007
[20] Robert Dahl, La democracia. Una guía para los ciudadanos, Taurus, Madrid, 1999.
[21] Carlos Martínez Assad, “Los gobernadores y el sistema político”, en Octavio Rodríguez (coord.), México ¿un nuevo régimen político?, Siglo XXI, México, 2009, pp. 197-225; Alberto Aziz Nassif, “El desencanto de una democracia incipiente. México después de la transición”, en Octavio Rodríguez (coord.), México ¿un nuevo régimen político, Siglo XXI, México, 2009; Arturo Anguiano, El ocaso interminable: política y sociedad en el México de los cambios rotos, Era, México, 2014.
[22] César Enrique Pineda, “Régimen autoritario deformado”, en Memoria, núm. 258, 2016.
[23] Es común en la teoría de la democracia asumir que “los ciudadanos no gobiernan; son gobernador por otros, quizá por otros que cambian de manera regular, pero siempre otros” Adam Przeworski, Qué esperar de la democracia, Siglo XXI, México, 2010, p. 51. Véase también Cornelius Castoriadis, Una sociedad a la deriva: entrevistas y debates (1974-1997), Katz, Buenos Aires, 2006.
[24] Oliva Ángeles, y Josefina Morales (coord.), Crisis financiera en México y el mundo 1971-1997, Instituto de Investigaciones Económicas-UNAM, México, 2014.
[25] Esperanza Palma, Las bases políticas de la alternancia en México: un estudio del PAN y el PRD durante la democratización, División de Ciencias Sociales y Humanidades-UAM, México, 2004.
[26] M. Aguilar, “El Consejo Coordinador Empresarial: proceso electoral federal, México 2006”, en Juan Luis Hernández, y Aldo Muñoz (coord.), Democracia reprobada: la elección presidencial de 2006, Universidad Iberoamericana, México, 2010.
[27] Ernesto Laclau, y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Siglo XXI, Madrid, 1987.
[28] Mario Alejandro Carrillo, y Rigoberto Ramírez, “De Clouthier a Anaya. Un recuento. El Partido Acción Nacional en el sistema político mexicano”, en El Cotidiano, año 34, núm. 214, 2019, pp. 42-59.
[29] Consulta Mitofsky, “Evaluación final de gobierno. Presidente Vicente Fox (2006)”, en Consulta Mitofskty, noviembre de 2006, recuperado de <https://www.mitofsky.mx/post/evaluacion-fox>.
[30] Alejandro Moreno, y Patricia Méndez, “La identificación partidista en las elecciones presidenciales de 2000 y 2006 en México”, en Política y gobierno, vol. 14, núm. 1, 2007, pp. 43-75.
[31] Zoraida Gallegos, “Pedían a FCH atacar pobreza y no al narco”, en El universal, 9 de julio de 2014, recuperado de <http://archivo.eluniversal.com.mx/nacion-mexico/2014/pedian-a-fch-atacar-pobreza-y-no-al-narco-1022054.html>.
[32] Expansión, “Los cárteles del narcotráfico tienen más poder que el presidente: encuesta”, en Expansión, 9 de mayo de 2017, recuperado de <https://expansion.mx/politica/2017/05/09/los-mexicanos-creen-que-los-carteles-tiene-mas-poder-que-el-presidente-encuesta>.
[33] Alberto Espejel, “De la concentración del poder en los grupos fundadores a la distribución entre grupos emergentes. La democracia interna del Partido Acción Nacional en México (1939-2012)”, en Revista Debates, vol. 7, núm. 2, 2013, pp. 115-136.
[34] Joy Langston “¿Por qué los partidos hacen trampa? Cambios en las normas electorales en México después de la democratización”, en Política y gobierno, vol. 27, núm. 2, Centro de Investigación y Docencia Económicas A.C., División de Estudios Políticos, 2020.
[35] Véase “Evaluación final de gobierno. Presidente Felipe Calderón. Noviembre de 2012”, en Consulta Mitofsky, recuperado de < https://www.mitofsky.mx/post/ev-felipe-calderon>.
[36] Rosa María Mirón, El PRI y la transición política en México, Gernika / Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), México, 2011; Guadalupe Pacheco, “Los gobernadores priistas y la federación del PRI: Cambios en el CPN, 1996-2007”, en Argumentos, vol. 24, núm. 66, México, 2011, pp. 213-245; Tiziana Bertaccini, “México y la transición inconclusa: el regreso del Partido Revolucionario Institucional”, en Tiempo devorado, vol. 2, núm. 1, 2015.
[37] A 20 exgobernadores se les ha fincado responsabilidades y llevados a proceso por cargos como lavado de dinero, peculado, cohecho, evasión y defraudación fiscal, operaciones ilícitas, desvío de recursos, aprovechamiento ilícito del poder, sobornos, asociación delictuosa, daño patrimonial, malversación de bienes del Estado, vínculos con el narcotráfico, responsabilidad por tortura, encubrimiento, tráfico de influencias, abuso de autoridad o enriquecimiento ilícito. De los 20 exgobernadores, electos, interinos, o sustitutos, 14 de ellos fueron nominados por el Partido Revolucionario Institucional, 2 por el Partido Acción Nacional, 1 más por una coalición de partidos —aunque es ex priista— y uno más, independiente.
[38] Consulta Mitofsky, “Evaluación final de gobierno. Enrique Peña Nieto”, en Consulta Mitofsky, septiembre de 2018.
[39] Recuperado de <https://www.worldvaluessurvey.org/wvs.jsp>.
[40] Oniel Francisco Díaz, “El sistema de partidos mexicano después de la elección crítica de 2018. Desalineamiento, cartelización y desinstitucionalización”, en Estudios sobre las culturas contemporáneas, vol. 25, núm. 5, pp. 33-71.
[41] Mollie J. Cohen, Noam Lupu, y Elizabeth Zechmeister, The political culture of democracy in the Americas, 2016/17, Barómetro de las Américas / USAID, Vanderbilt, 2017.
[42] Véase la página “Latinobarómetro” <https://www.latinobarometro.org/latOnline.jsp>.
[43] Massimo Modonesi, La crisis histórica de la izquierda socialista mexicana, UNAM / Casa Juan Pablos, Ciudad de México, 2003.
[44] Víctor Hugo Martínez González, Fisiones y fusiones, divorcios y reconciliaciones. La dirigencia del Partido de la Revolución Democrática (PRD), 1989-2004, Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) México / Plaza y Valdés / Facultad de Ciencias Políticas y Sociales-UNAM / Facultad de Contaduría y Administración-UNAM, 2005.
[45] Daniela Cerva, “La protesta feminista en México. La misoginia en el discurso institucional y en las redes sociodigitales”, en Revista mexicana de ciencias políticas y sociales, vol. 65, núm. 240, 2020, pp. 177-205.
[46] La Capital, “Consideran encuestados que PF perdió el control en Nochixtlán”, en Parametría, 10 de julio de 2016, recuperado de <http://www.parametria.com.mx/estudios/consideran-encuestados-que-pf-perdio-el-control-en-nochixtlan/>.
[47] “Aprueban desalojo de maestros del Zócalo para conmemorar la Independencia”, en Parametría, 13 de septiembre de 2013, recuperado de <http://www.parametria.com.mx/estudios/aprueban-desalojo-de-maestros-del-zocalo-para-conmemorar-la-independencia/>.
[48] Consulta Mitofsky para El Economista, “24 trimestres de gobierno. Evaluación final de Enrique Peña Nieto”, noviembre de 2018.
[49] “Ayotzinapa: altos niveles de atención y pocas expectativas de justicia 16”, en Parametría, 10 de noviembre de 2014, recuperado de <http://www.parametria.com.mx/estudios/ayotzinapa-altos-niveles-de-atencion-y-pocas-expectativas-de-justicia-16>.
[50] Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública, “Encuesta Nacional de Opinión Pública: caso de la Normal Rural Ayotzinapa”, LXII Legislatura. Cámara de Diputados, diciembre de 2014.
[51] César Enrique Pineda, “Ayotzinapa: indignación y antagonismo. Movimiento estudiantil y política asamblearia”, en Massimo Modonesi, Militancia, antagonismo y politización juvenil en México, UNAM / Itaca, México, 2018.
[52] Guillermo Almeyra, Desafuero: la conquista y las hipótesis (I y II), en Rebelión, 2005, recuperado de <https://rebelion.org/desafuero-lo-conquistado-y-las-hipotesis-i-y-ii/>.
[53] “El desafuero de López Obrador (Encuesta Nacional) Tercera Entrega”, en Parametría, 6 de abril de 2005, recuperado de <http://www.parametria.com.mx/estudios/el-desafuero-de-lopez-obrador-encuesta-nacional-tercera-entrega>.
[54] Massimo Modonesi, Subalternidad, antagonismo, autonomía. Marxismo y subjetivación política, Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (Clacso) / Prometeo Libros / Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2010.
[55] Doug McAdam, Sidney Tarrow, y Charles Tilly, Dinámica de la contienda política, Hacer, Barcelona, 2005.
[56] Más del 70% de la población mexicana consideraba honesto y fuera de la trama de corrupción a López Obrador al inicio de su gestión. Véase “Encuesta de Mexicanos contra la corrupción y la impunidad (MCCI)-Reforma 2019-2022”, en Mexicanos contra la corrupción y la impunidad, 6 de octubre de 2022, recuperado de <https://contralacorrupcion.mx/encuesta-mcci-reforma-2022/>.
[57] Max Weber, Economía y sociedad, Fondo de Cultura Económica, México, 1996; Martín D’Alessandro, “Liderazgo político”, en Luis Aznar y Miguel De Luca (coords.), Política. Cuestiones y problemas, Emecé, Argentina, 2006, pp. 305-336.
[58] James Jasper, “Las emociones y los movimientos sociales: veinte años de teoría e investigación”, en Revista Latinoamericana de Estudios sobre cuerpos, emociones y sociedad, núm. 10, año 4, Universidad Nacional de Córdoba, 2013, pp. 46-66.
[59] James Jasper, The emotion of protest, University of Chicago Press, Chicago, 2018.
[60] Barrington Jr. Moore, La injusticia: bases sociales de la obediencia y la rebelión.
[61] Héctor Quintanar, Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional, Itaca, México, 2017.
[62] Hernán Gómez, 4T claves para descifrar el rompecabezas, Grijalbo, México, 2021.
[63] Rodrigo Castro, “The AMLO Voter: Affective Polarization and the Rise of the Left in Mexico”, en Journal of Politics in Latin America, vol. 15, núm. 1, 2022.
[64] César Enrique Pineda, “Ayotzinapa: fracaso estructural, crimen de Estado y horizonte de justicia”, en Revista Común, 2022, recuperado de <https://revistacomun.com/blog/ayotzinapa-fracaso-estructural-crimen-de-estado-y-horizonte-de-justicia/>.
[65] Aunque existen varios estudios sobre el apoyo de todos los grupos económicos al triunfo electoral obradorista, es significativo que el grado de aprobación por tipo de ocupación devela en efecto un fuerte apoyo en ciertos sectores, el más alto entre estudiantes 65.9%, ama de casa 64.6%, campesinos 63.4% o empleados 62.9% o trabajadores informales 60.6%. Mientras que la aprobación se reduce en sectores empresariales 43.9% y trabajadores por cuenta propia o profesionistas, es decir sectores medios (33.9%) (Rolando Ramos, “Aprobación de AMLO cae a 61% durante febrero de 2022”, en El Economista, 28 de febrero de 2022, recuperado de <eleconomista.com.mx/politica/Cae-a-61-aprobacion-del-Ejecutivo-20220227-0088.html>).
[66] A pesar de un alto grado de aprobación (62%), los encuestados saben evaluar de manera diferencial al presidente: mientras su honestidad sigue siendo un atributo evaluado positivo (64%), su capacidad para dar resultados es mucho más baja (52%) aunque su liderazgo se mantiene también vigente: (61%) (Alejandro Moreno, “Gira por EU ‘da alas’ a AMLO: Aprobación repunta a 66% en noviembre”, en El Financiero, 1 de diciembre de 2021, recuperado de <https://www.elfinanciero.com.mx/nacional/2021/12/01/gira-por-eu-da-alas-a-amlo-aprobacion-repunta-a-66-en-noviembre/>).
[67] Según la encuesta del Consejo para Prevenir y Eliminar la Discriminación de la Ciudad de México (Copred), las principales causas de discriminación en 2021 fueron la pobreza (16.4%) y el color de piel (16.2%). A pesar de ser razones de discriminación minoritarias, es evidente que se tratan de marcadores de ausencia de estatus. Son estos identificadores los que se politizan en el campo antagonista del conflicto político. Véase <https://www.copred.cdmx.gob.mx/comunicacion/nota/copred-presenta-resultados-de-la-edis-2021>.
[68] Historias clandestinas, Itaca, México, 2009.
[69] Pablo Vargas, “La grieta política mexicana: polarización de proyectos políticos 1988-2018”, en Espiral, vol. 28, núm. 80, 2021, pp. 115-145.
[70] Carlos Durán, “Liderazgo populista y acción colectiva en América Latina”, en Revista de historia social y de las mentalidades, vol. 12, núm. 1, 2008, pp. 125-141.
[71] Martín Retamozo, “Posmarxismo: entre el populismo y lo nacional popular en América Latina”, en Religación. Revista de ciencias sociales y humanidades, vol. 3, núm. 12, 2018, pp. 16-40.
[72] Alain Touraine, “Las políticas nacional-populares. Populismo y neopopulismo, el problema de la Cenicienta”, en Maria Machinnon y Mario Alberto Petrone (coords.), Populismo y neopopulismo en América Latina. El problema de la cenicienta, Eudeba, Buenos Aires, 1998, pp. 329-359.
[73] Una encuesta registra que, en el apoyo a la 4T, hay un porcentaje menor de encuestados (21%) que se consideran de izquierda y mayor identificado como apartidista (25%). Aunque el porcentaje de apartidistas se distribuye también entre opositores al gobierno de la 4T, es significativo que el aumento a la 4T crece, con un perfil de votante que no tiene arraigo ideológico (Moreno, Alejandro, “Cuatroteístas, obradoristas y morenistas”, en El Financiero, 10 de febrero de 2023, recuperado de <https://www.elfinanciero.com.mx/opinion/alejandro-moreno/2023/02/10/cuatroteistas-obradoristas-y-morenistas/>).
[74] La caída en la identificación partidaria decrece en los partidos del régimen de la alternancia, pero ha crecido desde que la 4T es gobierno, pasando de un 31% en las elecciones de 2018 a un 41% en noviembre de 2022 (Enkoll, Amlómetro. Cuarto año de gobierno, Enkolll, México, 2022, recuperado de <https://www.enkoll.com/wp-content/uploads/2022/11/AMLOMETRO-CUARTO-ANO-DE-GOBIERNO-301122.pdf>).
[75] Masssimo Modonesi, “Gramsci teórico de la subjetivación política. La tríada subalternidad-autonomía-hegemonía”, en International Gramsci Journal, vol. 4, núm. 3, 2021, pp. 3-21.