“Todo comenzó en mayo del año pasado”, me dice Mario, integrante de una editorial independiente chilena y parte del movimiento social en ese país. Y es que algo desde abajo emerge en el país del cono sur. En las calles, en las plazas, en los autobuses, en las escuelas, hay un murmullo creciente. Es la multitud, es la sociedad chilena despertando de un largo letargo que duró más de 25 años.
Primero fue Hidroaysén en mayo de 2011. Un megaproyecto que contempla la construcción y operación de cinco centrales hidroeléctrica, en la región de Aysén, en la Patagonia chilena. Como en muchas partes del continente la oposición a estos proyectos depredadores del medio ambiente que han sido desechados como modelo por los países del norte, por sus efectos nocivos, no se hizo esperar. Sin embargo todo Chile quedó sorprendido de la respuesta. No eran unos cuantos ambientalistas ni grupos de activistas. A las afueras de la sede donde se aprobó el proyecto miles de personas protestaron y se enfrentaron violentamente a las fuerzas policiacas. Movilizaciones masivas se realizaron en varias ciudades, y en Santiago, la capital, una oleada multitudinaria de protesta sobrepasó a las fuerzas policiacas. Algunos no alcanzaban a comprender el grado de respuesta y participación popular pero otros decían que no sólo era la presa sino el rechazo a la clase política y sus decisiones verticales.
Luego vino el movimiento estudiantil. Una de las más poderosas expresiones de descontento social con el modelo educativo privatizado chileno. Se calcula que más de 600 mil personas se movilizaron –no sólo estudiantes- en un largo paro estudiantil que abrió una crisis de gobierno y llenó las calles de creatividad, deliberación, protesta y también de enfrentamientos constantes con las policías –los pacos, como les dicen en Chile-. La explosión estudiantil fue la alegría de lo inesperado. Los estudiantes dijeron lo que muchos querían gritar. El hartazgo del modelo aparentemente exitoso se reflejaba en la consigna “no más lucro” repetida una y un millón de veces.
Y luego en 2012 estalló una rebelión local en la región de Aysén. Una pueblada dirían los argentinos, una atencazo o una APPO diríamos en México. Miles de personas de la región patagónica, pescadores, trabajadores del Estado, los opositores al proyecto hidroeléctrico, taxistas, camioneros y comerciantes encabezaron un pequeño alzamiento local cansados de las dificultades por el alto costo de vida, en comparación con los altos rendimientos que genera la explotación de recursos naturales en la zona que, sin embargo no se quedan en la zona sino que alimentan la economía centralizada chilena. Los habitantes de Aysén comenzaron a tomar puentes, aeródromos, a bloquear los puertos, se multiplicaron las barricadas de vecinos y los cortes de carreteras. Las movilizaciones en apoyo a las protestas se multiplicaron por todo el país. Sus exigencias para rebajar los costos de los combustibles, mejor salud, participación ciudadana, subsidios al transporte, universidad pública regional entre otras, tuvieron que ser escuchadas por el Gobierno del derechista y empresario Sebastián Piñera, obligado por la crisis regional que se estaba provocando y por la creciente escasez de combustibles por los bloqueos. Después de muchos violentos enfrentamientos con las fuerzas policiacas y de un tenso diálogo, los habitantes de Aysén lograron el cumplimiento de su pliego petitorio. El pueblo había ganado. El gobierno había sido doblegado. Durante todos estos meses –menos de un año- numerosos ministros han tenido que ser removidos y la popularidad del presidente se ha reducido a casi el 20% de aprobación.
Aysén mostró un camino peligroso para quienes gobiernan Chile: que la movilización puede triunfar. Y es que en estos 10 meses todos sienten cómo se propaga la participación y la organización: en los trabajadores de la construcción, en el movimiento antirepresas, en las universidades y con los estudiantes secundarios, incluso en la calle. Después de una terrible dictadura que destruyó a la mayoría de los movimientos sociales y de una economía que se muestra como ejemplo del éxito de las reformas de mercado, con una clase política estable que tiene un fuerte consenso sobre el modelo económico, parecía que nada pasaba en Chile. Que el consenso era absoluto. Que los días de la efervescencia popular eran un nostálgico recuerdo de la generación de los sesenta y setenta. Pero no. La insubordinación está de regreso. La gente quiere gritar, participar, protestar, discutir, deliberar, actuar. Y quiere hacerlo de manera independiente como cuando gritan “El pueblo, unido, avanza sin partidos”. Algo pasa en Chile. Es la energía de cuando una sociedad despierta.