Publicado originalmente en Revista Común.
La desaparición de los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos en Ayotzinapa, el 26 de septiembre de 2014 en Guerrero, es un punto de inflexión en México. Es el relato de horror que representa el estrepitoso fracaso estructural de cambio de régimen que no llevó a su transformación positiva sino a su descomposición absoluta en las últimas dos décadas. Ayotzinapa es también un crimen de Estado: el más grotesco símbolo del uso faccioso de la justicia para fines innombrables en aquel terrible 2014. Ese mismo año, Ayotzinapa representó el inicio del desmoronamiento de la legitimidad de la clase política de la alternancia, señalada y condenada por la masiva indignación de las calles. Ayotzinapa es hoy la posibilidad aún abierta de la verdad o el triunfo de la impunidad. En Ayotzinapa México se rompió en el pasado y es en Ayotzinapa donde se juega su futuro: el del horizonte —aún lejano— de la justicia.
- El malogrado cambio de régimen
Ayotzinapa no es sólo un caso de crisis de seguridad, corrupción y crimen organizado. Desnuda el escandaloso naufragio del proyecto tecnocrático-conservador de sustituir al viejo partido de Estado para constituir un nuevo régimen político. En vez de que tuviera lugar un proceso de superación o sustitución de la lógica de poder del viejo régimen, su funcionamiento se degradó. El Estado autoritario mexicano se desdobló como Estado criminal. Ayotzinapa muestra cómo el país se nos fue de las manos, conducido por una oligarquía partidaria neoliberal cuya narrativa formalmente democrática creó la ilusión en muchos del advenimiento de un sistema político renovado, cuando en realidad lo que sucedía era su total descomposición. Régimen, sin embargo, que promovía la acumulación y poder del gran capital trasnacional y nacional durante el día y favorecía el enriquecimiento del capital criminal durante las noches. La ficción liberal de que la democracia electoral era el más prometedor signo de un cambio de régimen ocultó todas las señales del lento y progresivo proceso de putrefacción del sistema político en su conjunto.
La paulatina separación del PRI del Estado, desordenó profundamente el funcionamiento estatal, centralizado y ordenado bajo la lógica autoritario-burocrática, manteniendo continuidades deformadas en todo su aparato: en un sistema de justicia incapaz y subordinado al poder ejecutivo que perduró después de la alternancia cada vez más desbordado por la crisis de seguridad; en un aparato estatal cuyo aceite de funcionamiento era la corrupción de arriba a abajo y de abajo a arriba que persistió pero ahora de manera desinstitucionalizada; en una trama de poderes territoriales que se fragmentó en gobernadores-reyezuelos, que sin frenos, contrapesos ni límites mantuvieron su política local despótica como en los viejos tiempos; en un aparato de seguridad nacional incompetente, deforme y funcional a la lógica punitivista y represora pero ahora en manos de los gobiernos de la alternancia, junto a un ejército violador de los derechos humanos que nunca fue reformado ni depurado, siendo el mejor ejemplo de silencio e impunidad históricas.
Si la alternancia mantuvo elementos estructurales de continuidad, pero también de desordenamiento y deformación estatal, la apertura al libre mercado mundial trastocó trágicamente el funcionamiento societal. El desmantelamiento del sistema de protección social —que nunca fue realmente universal—, el colapso de las economías campesinas y la ruina industrial desgarraron las estructuras de sobrevivencia de millones. La apertura comercial —como en otras partes del mundo— trajo consigo el crecimiento sin fin del trasiego de mercancías, legales e ilegales, desbordando las capacidades estatales de regulación, vigilancia y control en fronteras, puertos y costas abriendo un enorme campo de oportunidades para el capital criminal. Las redes transnacionales de producción, distribución y consumo de mercancías ilegales encuentran su mano de obra, de cultivo y sus elementos armados en el amplio espectro de las clases desposeídas que fueron abandonadas a su suerte por el Estado empresarial. El crimen organizado transnacional es el hijo no reconocido de la globalización neoliberal de libre mercado.
Mientras los aplausos, mesas de análisis y papers hablaban de la democracia mexicana en consolidación, 43 estudiantes quedaron atrapados mortalmente en la realidad del entramado transnacional del narcotráfico Guerrero-Chicago y sus grupos más violentos. Los normalistas fueron rodeados por el Estado criminal guerrerense, sus policías, sus presidentes municipales, sus funcionarios estatales y su Batallón 27 del Ejército en la noche de Iguala. Los normalistas desaparecidos fueron víctimas finalmente del poder arbitrario y faccioso del Ejecutivo Federal, que manipuló, obstruyó, borró y fabricó “la verdad” sobre Ayotzinapa, al más corrompido estilo del viejo régimen.
La tragedia mexicana del Estado criminal pluripartido es la simbólica historia de 43 normalistas desaparecidos, donde resuenan las ausencias de 100 mil desaparecidos más y reverbera el silencio de 300 mil asesinados durante los años de combate al narcotráfico. La tragedia mexicana es que no transitamos hacia un nuevo régimen democrático, sino de uno autoritario al narco Estado; un régimen de pluralidad partidaria en el que perduró el poder presidencial discrecional para hacer de Ayotzinapa un crimen de Estado.
- Desaparición, involucramiento y encubrimiento: El triple crimen de ocultar la participación del Estado
La verdad histórica sobre Ayotzinapa de Peña Nieto fue construida con tres objetivos: 1) esconder la participación directa de elementos militares en la desaparición, restringiendo la responsabilidad criminal hacia grupos de narcotraficantes y policías locales, como un problema circunscrito a un municipio. “Iguala no es el Estado mexicano” dijo el entonces procurador a cargo de la investigación, Jesús Murillo Karam. 2) Borrar las evidencias o trastocar los rastros que permitirían conocer el destino de los desaparecidos evitando la profundización de las investigaciones que llevarían a descubrir la trama de complicidades de otros funcionarios gubernamentales. 3) Presentar una conclusión mediática no apegada a los hechos: una narrativa pública aparentemente convincente diseñada para cerrar el caso de los 43 desaparecidos. Es decir, pareciera que el gobierno de Enrique Peña Nieto estaba obstinado en producir un fuerte discurso que dijera: NO FUE EL ESTADO.
Pero la narrativa distorsionada y viciada del régimen peñista se enfrentó a la resistencia y dignidad de los padres de los desaparecidos que llevó a la participación del Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes (GIEI), integrado a partir del acuerdo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) del Estado mexicano, durante la gestión del propio Peña Nieto y la representación de los familiares de las víctimas. El GIEI ha presentado hasta ahora tres informes a los que se suman los dos presentados por la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia del caso Ayotzinapa (CoVAJ), formada por el gobierno de López Obrador y encabezada por Alejandro Encinas.
La verdad histórica comenzó a desmoronarse desde que los expertos del GIEI cuestionaron el informe presentado por Murillo Karam que, a grandes rasgos, estableció que los 43 habían sido detenidos la noche del 26 de septiembre de 2014 por elementos de las policías municipales de Iguala y Cocula. Que dichos policías habrían entregado a los normalistas al grupo Guerreros Unidos que, a su vez, los habrían ejecutado y calcinado en un basurero en Cocula. Después de la incineración —una pira inverosímil de dimensiones fantásticas para reducir a cenizas a 43 cuerpos, cuya hipótesis fue rápidamente desmontada por expertos internacionales en fuego—, los restos calcinados y huesos triturados (siguiendo la versión gubernamental) fueron arrojados por el grupo criminal al río San Juan.
Los cinco informes nos muestran que la escena del crimen no fue el basurero de Cocula, y que la incineración nunca sucedió ahí y presentan otra hipótesis sobre el móvil del ataque a los normalistas. Demuestran que los estudiantes de Ayotzinapa que habían tomado cinco autobuses para asistir a las movilizaciones del 2 de octubre en Ciudad de México, nunca estuvieron juntos y por tanto tuvieron destinos diferentes —y probablemente responsables materiales distintos de su desaparición y/o ejecución—. Los informes señalan además que las policías locales de Iguala, Cocula y Hutizuco sólo fueron la parte más baja del entramado estatal que incluye al presidente municipal de Iguala y a elementos del Ejército como responsables de al menos una parte de la desaparición de los normalistas. Aún más, que funcionarios federales se involucraron en el borramiento y tergiversación de la investigación para producir la “verdad histórica”. Esto cambia todo.
La separación de estudiantes en grupos nos lleva a múltiples escenas del crimen y, en especial, hacia el hallazgo de que uno de los grupos de normalistas sobrevivió encerrado por varios días más. Pudieron ser rescatados, pero no lo hicieron. La investigación de ese grupo de sobrevivientes encerrados en una bodega, a su vez, nos dirige al involucramiento directo de funcionarios estatales y del ejército para ultimar y desaparecer a los últimos normalistas vivos y borrar las evidencias, como muestran numerosas comunicaciones interceptadas. Una lamentable filtración, que devela partes del informe de la CoVAJ que habían sido testados, revela que los estudiantes fueron cruelmente asesinados y restos de algunos de ellos —cuyos detalles no reproduciremos aquí— enterrados y dispersos en distintos lugares. De ser así, la incineración de los primeros habría sido posterior y, por tanto, parte de un gigantesco encubrimiento y borrado de pruebas.
La verdad histórica de Peña Nieto afirmó que la intención de los normalistas de sabotear un evento público del presidente municipal, José Luis Abarca, provocó la confusión de Guerreros Unidos al pensar que los normalistas eran un grupo criminal rival arribando a su territorio. Pero, además de que dicha intención de sabotaje es falsa, el débil móvil de la confusión criminal ha sido sustituido por una hipótesis mucho más creíble del GIEI: los normalistas fueron atacados porque el trasiego de drogas —especialmente heroína— utiliza autobuses de pasajeros en la ruta México-Estados Unidos. Los estudiantes, sin saberlo, tomaron autobuses que eran utilizados por el narcotráfico, lo que explica la agresividad, masividad y hasta obsesión armada para recuperar la mercancía que los normalistas llevaban en uno de los autobuses que habían tomado. La verdad histórica ocultó deliberadamente esta hipótesis, entorpeciendo la investigación hacia la trama internacional de trasiego de drogas.
Aunque se sabía previamente que los normalistas habían sufrido de espionaje e infiltración militar, ahora sabemos que ese mismo 26 de septiembre los mandos recibieron datos precisos de las actividades de los estudiantes para tomar los camiones. Los vigilaban a cada paso y cuando desaparecieron no activaron el protocolo para militares desaparecidos a pesar de que sabían que uno de sus elementos estaba entre los 43. El informe de la CoVAJ y su responsable, Alejandro Encinas, hablan de que al menos un alto militar estaría involucrado en la orden o desaparición de los normalistas sobrevivientes: es el coronel José Rodríguez Pérez, comandante del 27 Batallón de Infantería de Iguala y otros cuatro militares, el primero ya detenido y el resto con órdenes de aprehensión. Dicho Batallón tiene una larga historia de contrainsurgencia, violaciones a los derechos humanos y también “combate a las drogas”. La verdad histórica jamás develó ni dejó abierta la posibilidad de la participación de elementos del Ejército en la desaparición.
Las nuevas evidencias —que incluyen videos entregados por la Marina— pueden llevarnos a la conclusión de que la escena del crimen presentada por Murillo Karam fue alterada intencionalmente e incluso se puede aducir la elaboración de un verdadero montaje donde participó personalmente el procurador. A esto hay que sumar los testimonios de los criminales, obtenidas bajo tortura, que no sólo es un problema ético del trato inhumano a detenidos, sino que las leyes nacionales impiden usar dichas confesiones como pruebas válidas. Debemos agregar que el Poder Judicial de la Federación radicó los procesos judiciales en siete juzgados de siete estados distintos con dos sistemas procesales diferentes, obstaculizando por completo la investigación. Un sólo juez, Samuel Ventura Ramos, ha dictado más de 120 libertades absolutorias de personas procesadas por el caso incluyendo al ex alcalde de Iguala José Luis Abarca. La abierta campaña de medios, periodistas e influencers subordinados al régimen de la alternancia para legitimar y difundir la verdad histórica de Peña Nieto pareciera confirmar una gigantesca operación de Estado: un crimen de Estado.
Los alcances del narco-Estado —que explicarían un encubrimiento cómplice— aún no podemos comprenderlos en toda su magnitud, ni se derivan sólo de la tragedia de Ayotzinapa. Pero los motivos políticos para montar el crimen de Estado son muchos. Podemos formular algunas posibles hipótesis del móvil del crimen de Estado en Ayotzinapa:
- El gobierno de Enrique Peña Nieto, a través de su procurador Murillo Karam, encubrió a actores estatales involucrados en la trama de narcotráfico y/o en la desaparición, especialmente al Ejército, para impedir el escándalo público que ya dañaba su administración, evitando además que el país entero conociera el grado de penetración y captura de las estructuras militares por el narcotráfico.
- En la coyuntura de septiembre-noviembre de 2014 convergieron la crisis internacional sobre las ejecuciones de Tlatlaya —realizadas en junio, pero que salieron a la luz el mismo 26 de septiembre con las imágenes de la siembra de armas— y el proceso de Ayotzinapa, lo que hacía inadmisible más presión sobre los militares. El Ejército, molesto, habría rechazado que su imagen volviera una vez más a la palestra, obligando o acordando con el Ejecutivo el encubrimiento.
- La verdad histórica fue una decisión de Estado para asegurar la gobernabilidad, tratando de cerrar el caso de manera apresurada, ante el temor de la potencia destituyente de la multitud que protestaba en Guerrero, Ciudad de México, el resto del país y varias capitales y ciudades del mundo simultáneamente. La posible evaluación peñista fue que su gobierno corría el riesgo de caer ante la indignación cada vez más profunda y radical que tenía tintes cuasi-insurreccionales.
Sea como fuere, Ayotzinapa es un crimen de Estado que la multitud en las calles y en las asambleas supo reconocer desde el inicio. “Para mi generación Ayotzinapa fue nuestro Tlatelolco” dijo un estudiante participante en las gigantescas movilizaciones de ese funesto 2014. Pero a diferencia de 1968, en 2014 no hubo silencio. Mientras la continuidad autoritaria derivó en Estado criminal, la sociedad ya no era la misma. Y es que Ayotzinapa representó el inicio del colapso del edificio del sistema político, cuyo pilar priísta, al caer, arrastró al resto en su derrumbe. Ayotzinapa fue y es más que unas cuantas protestas de sectores radicalizados. Fue el punto de quiebre del régimen de la alternancia y su promesa tecnocrática.
3. Horizonte de justicia
Ayotzinapa fue excepcional, no por la violencia ejercida contra los normalistas, que es ciertamente frecuente y brutal en todo el país, sino por la ruptura política que provocó. La crueldad, ligada a la negligencia y a la evidente corrupción, pero en especial, la certeza intuitiva de millones, y en especial de los padres de las víctimas, sobre la responsabilidad estatal en las ejecuciones y desapariciones, implicaron un agravio intolerable. El Estado criminal pluripartido llegó demasiado lejos.
Ayotzinapa fue un nodo de efervescencia multitudinaria, un tiempo extraordinario en las calles, ocasionado por el horror y la tragedia. El cúmulo de agravios recientes, la memoria histórica en relación al partido gobernante y la inconcebible crueldad de la violencia ejercida contra los jóvenes normalistas, generó uno de los procesos de movilización popular más intensos de las últimas décadas. La indignación generalizada demostró que a millones de personas les importa la muerte y la desolación impuestas en México a sangre y fuego. Del antagonismo multitudinario se logró que la rabia se convirtiera en señalamiento, condena y en crisis e impugnación del poder. En un ¡Ya basta! para lograr la justicia. De esa huella de la multitud en las calles y la dignidad y resistencia de los padres se forjó la necesidad histórica y política de conocer la verdad. Porque si el clamor nacional por los 43 y el eco de su multitud indignada son ignoradas, una a una de las miles de desapariciones quedarán también en silencio. No habrá fuerza política que haga posible terminar con la pesadilla nacional, simbolizada en la noche de Iguala. Si no hay justicia para Ayotzinapa, México seguirá roto sin remedio.
Pero aún, ahora esa exigencia está sin cumplir. El gobierno de la llamada Cuarta Transformación entiende la importancia del antes y después de Ayotzinapa y de la herida abierta a este país. Su reto es enorme. Si la impunidad se consagra, su gobierno será el de la continuidad del viejo régimen, cómplice de las altas esferas militares y de la incapacidad estatal por terminar, a través de un caso emblemático, con el castigo a los responsables. Si rompe el pacto militar de impunidad y se alcanza a condenar a los culpables, se habrá dado un castigo ejemplar para enviar un mensaje a la nación: NUNCA MÁS.
Nos acercamos mucho a la verdad —aunque aún incompleta— pero falta mucho para lograr la justicia. Ayotzinapa representa el reto, no de un gobierno, sino del país entero para ponerse de pie después de la desgracia del fracaso nacional para salir del viejo régimen, que aún nos persigue, como un muerto que camina. Ayotzinapa sólo puede convertirse en esperanza si los millones que rechazamos la ignominia hacemos imposible la impunidad y decimos una y mil veces ¡JUSTICIA!.