Debió tener menos de 20 años. Pelo largo, suelto hasta los hombros. Vestido completo de negro se revolvía en el slam de un concierto masivo de rock en el monumento a la Revolución en Ciudad de México. Moreno oscuro, en medio del círculo de baile, por un momento detuvo su agitado y estridente movimiento. Coreando, gritando la letra de la canción, con un gesto de rabia señaló al edificio de un partido político gobernante cantando: “te estamos viendo caer…no sabes cómo parar”. La imagen era poderosa. Sólo un año después, un chavo ayudaba a su chica a subirse a sus hombros en medio de la multitud congregada en otro concierto. La chica sube, lleva una camiseta negra, con la imagen del Subcomandante Marcos. Cuando está encima de los hombros de su chavo, cubre su rostro con un pasamontañas. Alza la mano izquierda con la V de la victoria. La multitud ruge y la aclama.
En la década de los noventa y durante casi dos décadas, convergieron tres poderosas fuerzas en la capital mexicana: por un lado los jóvenes y los estudiantes organizados. Por el otro, la enorme influencia de los pueblos indios rebeldes: el zapatismo. Y por último, el movimiento del rock mexicano que se sintió llamado a unirse a ellos en las calles, plazas y universidades. Era un momento de efervescencia social. La crisis económica, el alzamiento indígena, los discursos de esperanza venidos desde la selva, el fin de siglo, una ciudad mucho más precaria de lo que es ahora, parecía que eran el foro donde se expresaban y dialogaban las numerosas bandas de rock, que con un discurso contestatario se unieron al movimiento de indígenas chiapanecos y de jóvenes urbanos precarizados.
Los primeros pasos fueron en la UNAM. Eran tiempos que hoy parecen inimaginables cuando el rock estaba prohibido al aire libre. Los estudiantes tomaron un estadio para convocar a dos enormes festivales en apoyo a Chiapas. Era un momento fulgurante en el rock. Participaron Caifanes y Maldita Vecindad, estos últimos, bien conocidos por sus canciones con denuncias y críticas sociales. Santa Sabina, el grupo encabezado por Rita Guerrero había dedicado uno de sus discos al EZLN e incluso compondría una canción para ellos. El zapatismo provocó una poderosa respuesta de innumerables bandas y músicos: Tijuana NO!, Los de Abajo, Real de Catorce, Juguete Rabioso, La Lupita y hasta Café Tacvba participaron en los festivales que aglutinaron a más de 30 mil personas en Ciudad Universitaria.
Pero una nueva generación de músicos también había sido tocada por el alzamiento indígena y por las denuncias en las letras de las bandas consagradas del rock mexicano. Surgirían unos años después numerosas repercusiones frente al movimiento indígena que dedicaron discos, tocaron o se solidarizaron con las comunidades indígenas: desde El Gran Silencio, Nana Pancha, Salón Victoria y por supuesto, la banda emblemática que retomaría el discurso zapatista: Panteón Rococó. El ska llegaba a los festivales masivos que siguieron realizándose de manera autogestiva, sin empresas ni gobiernos, como se habían realizado desde el comienzo, reuniendo, 10, 20, 30, 40 mil personas. Sin medios de comunicación que respaldaran la convocatoria. Rock y resistencia se habían unido incluso más allá de las fronteras con músicos como Fermín Muguruza, Zack de la rocha de Rage Against The Machine y por supuesto, Manu Chao.
El clímax quizá sería cuando los zapatistas llegaron a Ciudad de México, en aquella gigantesca movilización desde Chiapas hasta el zócalo de la capital en el año 2001. Dos enormes conciertos se realizarían, reuniendo a cerca de 100 mil personas. Fue en ese festival donde la chica con pasamontañas fue aclamada.
Desde entonces, con dificultades, los conciertos autogestivos que se entrelazan con las luchas sociales y con los pueblos originarios comenzaron a competir con la creciente comercialización del rock pero también con los espacios empresariales de conciertos masivos. También cierto agotamiento de las tres fuerzas fueron mermando su impacto. Los festivales, sin embargo, han logrado seguir realizándose enfilándose con otros movimientos y procesos de lucha popular. Desde iniciativas para varias luchas sociales, campesinas y ambientales como el Festival de las Resistencias, hasta el concierto capitalino del #yosoy132 o el Rock pal´sureste y por supuesto uno de los más grandes festivales masivos realizados en apoyo a un pueblo originario, el “Wirikutafest”.
Han sido casi dos décadas de música y lucha social. Donde convergieron de manera disímbola varios excluidos y sus discursos y donde el rock sirvió de crisol para hacer explotar la congregación masiva politizada de la música. Se conjugaron los sonidos estridentes del rock y las demandas indígenas. El discurso estético de los músicos con la necesidad de los espacios autónomos para la banda. Se unieron, encontrándose, los bailes desenfrenados solidarios, las notas y canciones rebeldes, los sueños y luchas sociales. Se entretejieron, mostrando luz y rabia, estruendo y desenfreno, uniendo una poderosa historia de cooperación y auto organización, una historia, de rock y resistencia.