Resumen
Este artículo presenta un marco teórico relacional, integrador y dinámico de los llamados conflictos socioambientales en escenarios donde se involucran grandes corporaciones, gobiernos y movimientos comunales. Argumentaremos la importancia de centrar el análisis de dicha conflictividad en las relaciones de poder y dominación asimétricas a través de la apropiación de la naturaleza, entendiendo su dimensión eco-política. Todo esto
como aporte un que permita mejorar la investigación empírica y nuestra comprensión de la dinámica del conflicto que llamamos eco-político.
Palabras clave: conflicto socioambiental, ecologismo comunitario, poder y dominación, antagonismo, subalternidad.
Introducción
En las últimas décadas, los radicales cambios de la economía mundial han ocurrido a la par de una oleada creciente de conflictos en torno a la naturaleza.La intensa competencia de grandes empresas y capitales por la explotación de los bienes naturales ha encontrado múltiples resistencias locales , muchas veces de índole comunitaria, campesina y/o indígena. El presente artículo presenta un marco teórico relacional, integrador
y dinámico de los llamados conflictos socioambientales en escenarios donde se grandes corporaciones, gobiernos y movimientos comunales. Argumentaremos la importancia de centrar el análisis de dicha conflictividad en las relaciones asimétricas de poder y dominación a través de la apropiación de la naturaleza, entendiendo su dimensión eco-política. Adicionalmente, presentamos: 1) un modo de articulación entre las dinámicas estructurales y los agentes del conflicto; 2) los procesos que influyen en la atribución de sentido en cada uno de ellos, y 3) el vínculo con una teoría de la acción que sea satisfactoria para comprender el carácter antagonista de las interacciones entre los actores corporativos, estatales y comunitarios. Todo esto como aporte un que permita mejorar la investigación empírica y
nuestra comprensión de la dinámica del conflicto eco-político.Este texto busca fortalecer la teoría del conflicto socio-ambiental desde
una perspectiva que articule la historicidad de patrones de poder, capital y naturaleza vinculados entre sí recíprocamente.
Comprender el conflicto de manera relacional nos obliga a identificar los dispositivos de dominación sobre las clases subalternas a
través de la naturaleza, así como la atribución de sentido –como amenaza, agravio o injusticia– que producen todos los actores involucrados desde
sus propios campos de significado
En las últimas décadas ocurrió una radical transformación del régimen
de acumulación, entendido este como las condiciones en las cuales se
obtienen y dividen las ganancias mediante la producción de riqueza y del
despliegue del capital (moneda, salarios, modos de integración del sistema
internacional de mercado y estructura tecno-productiva). El nuevo régimen
de acumulación fue a la vez causa y efecto de un nuevo modo de regulación,
definido como la forma estatal de gestionar la competencia entre
capitales individuales, de promover y asegurar las condiciones generales
de acumulación de capital, de los mecanismos para promover y respaldar
a los capitales más allá de las fronteras nacionales, así como los dispositivos
para dirimir y contener el conflicto social y la relación capital-trabajo
(Altamira, 2006; Hirsch, 2017 [1973]).
Los cambios en el régimen de acumulación y el modo de regulación no
se realizaron sin una transformación igual de importante en la relación con
la naturaleza. Aún más, régimen de acumulación y modo de regulación
son a la vez un régimen ecológico mundial: un modo de apropiación de la
naturaleza no humana, pero también −y esto es importante− una forma de
gobierno sobre los bienes naturales y la naturaleza misma. “Los regímenes
ecológicos surgen a partir de mecanismos institucionales y de mercado
que aseguran el flujo adecuado de excedentes energéticos, alimentarios,
de materias primas y trabajadores hacia los centros que organizan la acumulación
global” (Moore, 2010, 392).
Estas décadas constituyeron un nuevo régimen corporativo-medioambiental
que arraigó el poder a través de la naturaleza en los intereses
estratégicos, comerciales y suntuarios de las élites mundiales. El nuevo
régimen socio-ecológico parte del consenso hegemónico de la naturaleza
mercantilizada, es decir, del traslado acelerado y radical del gobierno de
la naturaleza a los mecanismos impersonales del mercado que benefician
directamente a los agentes más fuertes dentro de ese campo de interacciones:
las corporaciones trasnacionales.
Este nuevo orden del poder en el mundo no humano rehace a la naturaleza
misma al intervenirla y adaptarla para maximizar la ganancia y
acumulación (O’Connor, 2001). No sólo se extrae recursos de manera
más extensiva e intensiva, sino que se reordenan radicalmente los flujos
bióticos y los componentes abióticos del sistema Tierra entero, haciendo
que la acumulación capitalista se convierta en el principal agente geomorfológico
del planeta.
Si hacemos el balance de este largo ciclo, podemos observar esas
nuevas relaciones de poder socio-ecológico del capital como:
1) un nuevo régimen agroalimentario (McMichael, 2015) fundado tanto
en el acaparamiento de tierras como en el control oligopólico de la
agroindustria, así como la supremacía de la pesca industrial;
2) una exacerbación del imperialismo energético, que profundiza las
relaciones de intercambio ecológico desigual del extractivismo;
3) una radical geo-transformación provocada por la adecuación del espacio
geográfico creado por la naturaleza para acelerar los flujos e
intercambios mercantiles, así como optimizar las condiciones generales
de producción a través del entramado comunicacional y energético;
4) la intensificación de la hiperurbanización de mercado, así como un
ciclo de bio-mercantilización que se apropia de ecosistemas, de la
mano del capital inmobiliario y turístico (Pineda, 2018).
Todo lo anterior se basa en el enorme crecimiento del poder corporativo
trasnacional, en las fusiones globales que tienden a la concentración
oligopólica de los mercados, así como en las nuevas tecnologías extractivas
y biotecnológicas atadas a los flujos de precios internacionales y a la
especulación financiera.
Dicho proceso de reestructuración del poder a través de la naturaleza
es un enorme e intenso ciclo de apropiación que reinstituye, para millones
de personas, las formas de acceso y uso de los bienes naturales. Esta
apropiación produce un nuevo orden entre las clases dominantes y las
clases subalternas a través de la naturaleza. Y es que, aunque la propiedad
privada implica el derecho a excluir a otros de esos bienes, el proceso
de intervención y gobierno de la naturaleza de un nuevo régimen socioecológico
produce muchos más efectos que dicha exclusión.
Lo anterior implica un proceso de desterritorialización de las formas de
vida rurales derivada de la separación de sus medios de vida, y a la vez la
territorialización corporativo-estatal.
Aunque es obvio que no todo conflicto socio-ambiental es comunitario,
nos concentramos en este texto precisamente en las formas comunales
–muchas veces campesinas y/o indígenas– y su protagonismo en la conflictividad
en torno a la naturaleza.
Esta oleada capitalista de acumulación por apropiación y despojo puede
producir, en el nivel local, perturbaciones en los sistemas ecológicos. Estas
transformaciones producen un cambio parcial o total de las relaciones y
vínculos comunitarios en la naturaleza, lo que denominamos metabolismo
social (Marx, 2019; Toledo, 2013). Es decir, en los modos comunales de
acceso, apropiación, transformación, consumo y desechos. Al transformarse
rápida y gravemente, pueden alterar a su vez las relaciones de cooperación
y reciprocidad comunitarias, ancladas en formas de trabajo colectivo
obligatorio, así como al entramado de relaciones de apoyo mutuo familiar e
interfamiliar que constituyen relaciones sociales base para la reproducción
comunitaria (Pineda, 2019).
En ocasiones, también existen modos de gestión comunal de los bienes
naturales (Ostrom, 2011) que, al sufrir alteraciones, daños o impactos
negativos, pueden provocar el debilitamiento, la fragmentación o incluso la
disolución de las comunidades mismas. Parte del metabolismo social y de
la esfera comunal son, además, un conjunto de bio-saberes, identidades
agro-productivas y étnicas íntimamente relacionadas al modo de reproducción
comunitario que se finca en el ecosistema local-regional.
Tenemos así una descripción teórica de los modos de reproducción
comunales afectados a partir de la apropiación o degradación de la naturaleza
para comprender buena parte de la conflictividad que analizamos.
La contradicción que se forma entre el capital y su expansión infinita, de
carácter corporativo-extractivo, por un lado, y de las economías de subsistencia
comunales, sus metabolismos sociales, así como sus sistemas auto
regulativos, por el otro, son el origen de la conflictividad socio-ambiental.
Empero, del mismo modo que la contradicción capital-trabajo no asegura
la acción colectiva de los trabajadores y la lucha de clases, la contradicción
capital-naturaleza y la contradicción del despliegue del capital frente a otras
formas de reproducción social, no devienen automáticamente en la lucha
comunal en defensa de la naturaleza. El conflicto no es un epifenómeno
de la acumulación o el extractivismo.
La acción expansiva del capital no es sólo una forma “económica” de
explotación material de la naturaleza que afecta objetivamente la base
material de la reproducción, sino un proceso de subordinación o aniquilamiento
de otras formas de reproducción social. Aún más, es un proceso
de transformación metabólica forzada, de des-comunización y de subalternización
por medio del control acaparador y ocupante de la naturaleza
y de la integración obligada al mercado mundial.
Se trata de una acción de disciplinamiento a relaciones de poder y control
sobre la naturaleza a través de nuevos órdenes, disposiciones y prohibiciones
que satisfacen las necesidades e intereses corporativos, pero que
provocan la frustración parcial o total de los intereses y necesidades de las
comunidades subordinadas. Supone que las comunidades acepten un nuevo
mando sobre la naturaleza que las desfavorece y subsume a la gobernanza
neoliberal. En especial, la mercantilización de la naturaleza implica que sea
la ley de la oferta y la demanda a través de los mercados la que decida el
ritmo y modos de explotación e intervención de la naturaleza, desplazando
a las comunidades reproductivas y su poder en la naturaleza.
La apropiación y el disciplinamiento modifican la naturaleza de forma
objetiva, así como también las relaciones de poder intersubjetivas que a
través de ella se constituyen. Esta segunda dimensión es tan importante
como la apropiación misma; de ahí que lo que está en juego no sean sólo
los impactos o daños ambientales ni la propiedad, sino las formas de dominación,
segregación y desigualdad a través de la naturaleza. De ahí que
caractericemos a esta conflictividad como eco-política.
Entiendo el poder a través de la naturaleza como las tramas institucionales,
de mercado, de clase, étnicas y de género que definen los grados
y formas de mercantilización de los bienes naturales y los ecosistemas y
las formas de propiedad; la desigualdad geopolítica que define la intensidad
y escala extractiva; la planeación y control territorial; los dispositivos
tecno productivos hegemónicos; la capacidad de las unidades económicas
para desprenderse de las consecuencias biofísicas de la producción y la
hegemonía para imponer ciertas formas de apropiación de los valores de
uso de la naturaleza en detrimento de otras.
El antagonismo que se forma deriva del poder a través de la naturaleza
en especial, porque el proceso de subalternización se realiza sobre tramas
previas de dominación histórica cristalizadas como territorialidades de
segregación, explotación y despojo en el pasado. Es de destacar la paradoja
de que hoy, las comunidades pierden parcial o totalmente el control y
decisión sobre la naturaleza, en regímenes formalmente democráticos; a
la vez pierden el poder material –cuya base es su relación metabólica con la
naturaleza– para reproducir la vida como comunidad.
Las distintas teorías sobre el conflicto en relación con el medio ambiente
o la naturaleza han subestimado u omitido una perspectiva relacional que
explique el sentido y origen de la acción; empero, los antagonismos e intereses
incompatibles emergen como proceso altamente contingente a partir
de la interacción entre los principales sujetos mutuamente determinados.
En la mayoría de los casos, los conflictos eco-políticos se caracterizan
por un desequilibrio de poderes: una relación territorial asimétrica de apropiación
de la naturaleza, de posiciones sociales diferenciadas y de desigualdad
de recursos materiales y simbólicos que pueden ser movilizados para
el enfrentamiento, la amenaza, disuasión, convencimiento o compromiso
con el resto de los sujetos en disputa.
El conflicto eco-político puede comprenderse como el conjunto de episodios
de comportamientos y acciones contenciosas, en la arena territorial,
jurídica, mediática e institucional en torno del poder a través de la naturaleza.
Las posiciones conflictuales implican que las posiciones dominadas
tratan de modificar la situación en la que están colocadas, cambiando la
correlación de fuerzas y las posiciones dominantes que intentan mantener
sus propios objetivos e intereses.
El sentido intencional y simbólico de la acción de cada agente es inseparable
de las relaciones y campos históricos en los que están incrustados.
Sin comprender estas últimas, es imposible explicar los marcos de sentido
de cada uno de los sujetos en disputa.
En suma, para enriquecer la explicación teórica de la dinámica del
conflicto eco-político, necesitamos estudiar el proceso de interacciones, la
desigualdad o desbalance de fuerzas –siempre relacional–, así como los
marcos de sentido que se constituyen a partir de comprender a los sujetos
en sus propios campos de actuación (en este caso, corporativo, estatal y
comunitario). Es esta mediación la que realizaremos a continuación. Comenzaremos
con los principales agentes de la apropiación de la naturaleza
en este ciclo de acumulación: las corporaciones transnacionales.
Como se ha estudiado desde hace tiempo, asegurar el control de las materias
primas con el objetivo de producir la máxima ganancia es uno de los principales
acicates de las inversiones de grandes corporaciones. La centralización
y concentración de capitales (fenómenos inherentes a las economías de
competencia) otorga un enorme poder para el control del mercado mundial.
La racionalidad estratégica empresarial subordina cualquier objetivo o interés
a la lógica de reducción de costos, acumulación de capital y expansión
(Foster y Suwandy, 2016). El imperativo de acumulación de capital y la lógica
de competencia es también un imperativo para el control de los recursos. A
su vez, el incentivo de las fluctuaciones de los precios de materias primas
y las coyunturas de subida de precios, son un campo de oportunidad para
las inversiones, la intensificación de las extracciones y la apropiación de la
naturaleza, reducida a recurso o materia prima.
Mientras en las teorías tradicionales el éxito empresarial se considera
resultado exclusivo de la competitividad y la eficiencia, desde el enfoque de
la producción estratégica se destacan las relaciones de poder, así como las
formas de coalición entre Estados y empresas para el control de mercados
y recursos. Estas se ubican en al menos cuatro campos: financiamiento,
creación y control del progreso científico y técnico, propiedad de capital y
control de gobierno corporativo (Ornelas, 2016, 58).
La alineación entre Estado sede y empresa multinacional permite comprender
el carácter imperialista de dicha alianza. Por ejemplo, Darcy Tetreault
(2013) ha descrito el papel de soporte político, cabildeo internacional y financiamiento
directo e indirecto del Estado canadiense a las empresas mineras
con relación a la industria extractiva en América Latina. La presión política
y la competencia entre estados y empresas se intensifica con relación al
carácter estratégico de ciertos recursos y al papel secundario que juegan
otros (Barreda y Ceceña, 1995). La estrategia de coalición Estado-corporación,
tiene múltiples variables y formas de poder que explican sus particularidades
en cada país. Dicha relación es compleja, ya que ni el interés
corporativo instrumentaliza simplemente al Estado para sus fines, ni tampoco
los Estados centrales impulsan mecánicamente sus intereses sobre
la periferia.
Por otro lado, la visión escalar, mundial y hegemónica de control de los
recursos, así como la capacidad misma de apropiación de la naturaleza a
través de sofisticadas formas tecnológicas, implican una enorme asimetría
territorial. Por asimetría nos referimos a que una forma organizativa de poder
asentada en el territorio puede crecer a costa de otras formas de territorialidad,
mientras estas últimas no pueden infringir un daño equivalente
en su defensa (Raffestin, 2011).
La expansión del capital es inestable porque, en parte, los agentes
empresariales no pueden saber con exactitud qué harán sus rivales en la
competencia económica, ni lo que harán los propios Estados y gobiernos
en turno, en especial en las economías receptoras. Las empresas tampoco
pueden saber con exactitud la reacción de las comunidades campesinas e
indígenas ante proyectos extractivos o agroindustriales.
Proponemos que algunas facciones de capitales, o empresas en particular,
pueden tomar cuatro posiciones –no excluyentes entre sí– respecto al
entorno político y el conflicto social y/o estatal en las economías receptoras:
1) adaptarse a condiciones adversas de competencia, regulación o conflicto
bajo una estrategia de compromiso (limitado) e influencia con las
partes en disputa;
2) huir de la región, apartándose de políticas gubernamentales, leyes
reguladoras y conflictos de clases y/o eco-políticos;
3) amenazar, presionar y ejercer influencia política extraeconómica en
actores institucionales y no institucionales;
4) atacar a gobiernos adversos o a grupos y sectores movilizados que
afecten material o simbólicamente sus intereses.
Estas posibilidades abren la conflictividad hacia la agencia y decisión
corporativa, siempre dentro del marco estructural del mercado mundial, de
la racionalidad como institución económica que busca beneficios a toda
costa y de la influencia de las coaliciones entre los Estados y corporaciones
de los países centrales.
En cada situación de conflicto, las grandes corporaciones deciden actuar
a partir de una evaluación, aunque condicionadas por la lógica estructural
que hemos descrito. Las estrategias empresariales se diseñan mucho más
en la secrecía y la confidencialidad, por lo que es difícil predecir de forma
precisa las pautas de posible acción, aunque estas van del consenso a la
confrontación, donde diversos elementos pueden influir en la elección de
cualquiera de esas opciones.
Como sabemos, la evaluación de “riesgo político” o “riesgo país” se ha
convertido en un indicador fundamental para la toma de decisiones en torno
a las inversiones. Dicho indicador es un conjunto de parámetros (macroeconómicos
y financieros, políticos y sociales) para medir los potenciales
peligros para las inversiones. La literatura sobre riesgo político nos aproxima
de manera realista a cómo se analiza y percibe desde la perspectiva corporativa
la politicidad local, estatal y de sujetos comunitarios movilizados.
De entrada, la movilización de la población o la acción gubernamental
para regular las relaciones comerciales se concibe como una amenaza que
puede generar pérdidas relativas o totales; esto previene al sector corporativo
para tomar tanto medidas preventivas como defensivas (Leyton, 2008).
Las principales amenazas pueden ser la publicidad negativa, la reducción
de las ganancias, litigios costosos o la interrupción de las operaciones
corporativas. Sin embargo, el conflicto social sólo es una de las múltiples
variables de riesgo y requiere de un balance específico para cada situación.
Varios autores señalan que el análisis de riesgo corporativo es subjetivo, que
puede contener prejuicios y generalizaciones, y que en muchas ocasiones
las decisiones gerenciales se toman con un conocimiento limitado de los
países donde se realizan las inversiones (Fatehi-Sedeh y Safizadeh, 1987).
Añadimos que resulta difícil que esta visión estratégica pueda internalizar
las innumerables condiciones locales, tanto ecosistémicas, como históricas,
donde se realiza la operación de las trasnacionales; la visión corporativa
tiene límites y contradicciones.
Un elemento decisivo de esta es la autopercepción de las corporaciones
como instituciones creadoras de riqueza, donde el lucro está naturalizado.
La producción de valor, la economía de mercado y la naturaleza cosificada,
son las coordenadas desde donde se desenvuelve la racionalidad
corporativa (Muñoz, 2019). La producción ilimitada de riqueza no sólo está
normalizada, sino que se reivindica como la principal misión corporativa.
Esta racionalidad debería alertarnos sobre la predisposición corporativa
ante cualquier amenaza a sus intereses, considerados como totalmente
racionales y legítimos. Eleanor O’Higgins (2010) postula que las respuestas
corporativas ante las demandas de grupos movilizados pueden ser “idealistas
o comprometidas”, por un lado, o bien “pragmáticas y escépticas”, por
el otro. En las primeras habría un compromiso discursivo y de acciones de
responsabilidad corporativa, tanto social como medioambiental, así como
disposición al diálogo y reconocimiento de sus contrapartes en conflicto. En
el segundo grupo habría respuestas pragmáticas para disolver la conflictividad,
mecanismos de contención de sus contrapartes, e incluso la falta
de reconocimiento de sus interlocutores externos.
Desde los estudios institucionales corporativos se plantea que las presiones
externas de actores gubernamentales o grupos movilizados pueden
ser interpretadas de manera distinta dependiendo de las disparidades de las
estructuras organizativas entre matrices y filiales, en el liderazgo y relativa
semi-autonomía de estas últimas con respecto a la posición estratégica,
y del desempeño ambiental con respecto a las primeras (Delmas y Toffel,
2010). Es de destacar cómo la subcontratación de proveedores, contratistas
y servicios de operaciones y finanzas en las jurisdicciones locales crea un
perímetro organizacional alrededor de las multinacionales, donde se forma
una constelación de intereses para satisfacer la demandas y necesidades
de las corporaciones. Este entramado juega un papel decisivo en la conflictividad
eco-política de las economías receptoras.
Ahora queremos destacar las pautas corporativas para reconocer a
los movimientos de protesta contra la acción empresarial. Para ello nos
apoyamos en la amplia literatura de las teorías de los stakeholders (teoría
de grupos de interés o partes interesadas). Se define a los stakeholders
como “cualquier grupo o individuo que puede afectar o ser afectado por el
logro de los objetivos de una corporación” (Freeman, 2020 [2004]). Aquí nos
concentramos en un concepto derivado de esa teoría que es el de “partes
interesadas marginales”. La teoría las define como aquellos grupos que
no ponen inmediatamente en peligro el funcionamiento y la supervivencia
de la empresa, no tienen relación contractual con esta y por tanto tienen
poca influencia.
Los grupos de protesta “son vistos por las empresas como parte de un
entorno que debe ser dirigido y gestionado para poder asegurar, en última
instancia, el objetivo de maximización de la riqueza de los accionistas”
(Volpentesta, 2017, 32).
El cuerpo teórico que influye a las corporaciones considera que estas
deben evaluar ciertas variables para anticiparse a las acciones de los stakeholders.
Estas son: 1) el poder de los grupos para influir a las empresas
(alianzas, conocimiento de leyes, presencia pública, movilización, etcétera);
2) la legitimidad y nivel de urgencia de sus demandas; 3) la distancia
geográfica con respecto al emprendimiento o proyecto de inversiones,
que a mayor cercanía implica un poder mayor del grupo de interés, y 4) la
capacidad para sostener la protesta en el tiempo (Friedman, Miles, 2006;
Bronz y Fraiman, 2009). Esto nos permite explicar la renuencia corporativa
a responder a las protestas comunitarias si estas no tienen el suficiente
poder para interpelarlas.
La necesidad empresarial de contar con una estrategia preventivaconsensual,
y/o defensiva-coercitiva, dirigida por el imperativo de minimizar
pérdidas, hace inteligibles las dos caras de respuesta corporativa ante el
conflicto.
Por un lado, tenemos los cambios radicales de la responsabilidad empresarial
a lo largo del tiempo, que ha pasado de la filantropía a la inversión
social, así como los compromisos medioambientales voluntarios a partir
del “desarrollo sostenible” (Steurer et al., 2005). Estos buscan incrementar
la legitimidad de sus propias acciones, la creación de valor aumentando
su reputación como activo intangible, e incluso la obtención de ventajas
competitivas. Ante una creciente opinión pública mundial crítica, las corporaciones
“necesitan involucrar a las partes interesadas para generar
conocimiento para la supervivencia y la competitividad futuras” (Sharma,
Starik, 2004). La responsabilidad social empresarial y los compromisos con
el desarrollo sostenible son una de las estrategias para evitar la interrupción
de sus operaciones. Las corporaciones buscan adelantarse a la formación
de redes de stakeholders que pueden afectar las operaciones corporativas.
Por ello, las acciones decisivas de prevención del conflicto incluyen
la interlocución con la sociedad civil global, informes de transparencia,
campañas vistosas de responsabilidad corporativa y alianzas con ongs
locales para asegurar el consentimiento de proyectos. Es un enfoque que
cree que la maximización de ganancias puede llevarse a cabo como opción
comercial racional, integrando armónicamente demandas y necesidades de
los grupos de interés (O’Riordan, 2017). Es una estrategia inclusiva, pero
como veremos, con límites muy claros.
Cabe destacar dentro de las estrategias consensuales de las corporaciones
su flexibilidad para otorgar beneficios pecuniarios a las comunidades
directamente afectadas por impactos socioambientales a través de la
renta de la tierra, o regalías por su explotación, así como el compromiso
empresarial para proyectos, iniciativas y necesidades comunales de corte
social y asistencial.
Ahí donde hay conflicto, a través de procesos de negociación, las corporaciones
(y en ocasiones los gobiernos) también están dispuestas a abrir
un margen importante de indemnizaciones por afectaciones productivas
o daños a la salud, así como a realizar cambios para la mitigación en los
proyectos extractivos o de construcción y el impulso de proyectos de compensación
ambiental como la reforestación, o fondos para restauración
ecológica.
Las corporaciones con relación a sus contrapartes en conflicto despliegan
estas “tecnologías sociales blandas”, que mantienen la tolerancia,
negociación e inclusión (mitigación, indemnización, redistribución) siempre
y cuando, en última instancia, no se afecten las operaciones corporativas y
los proyectos de apropiación de la naturaleza mantengan su continuidad.
Las estrategias duras aparecen cuando sus operaciones son bloqueadas
1) por medio de recursos jurídicos comunitarios; 2) territorialmente
(bloqueos, tomas); o 3) cuando existen pérdidas materiales (como en la
acción directa para causar daños a maquinaria e infraestructura).
Las corporaciones pueden entonces usar “tecnologías coercitivas duras”
que implican grados intensos de amenaza y presión, ataques legales,
negación del conflicto, enérgicas campañas de legitimación corporativa,
coerción e incluso violencia organizada (Granovsky-Larsen, Santos, 2021).
Cuando los intereses más estratégicos son verdaderamente afectados
pueden aparecer la huida o la confrontación a través de acciones corporativas
ilegales, que pueden ir desde la alteración de pruebas científicas de
daños ambientales hasta el involucramiento en violaciones a los derechos
humanos; desde el espionaje hasta el uso ilegal o excesivo de la fuerza a
través de aparatos de seguridad privados; desde la violación de prohibiciones
o resoluciones jurídicas hasta la participación directa o indirecta en
asesinatos de defensores ambientales.
Estas estrategias coercitivas detonan una lógica adversarial que necesita
neutralizar, disolver o desintegrar al factor que pone en riesgo la
acumulación. El conflicto no está instalado solamente en la lógica defensiva
comunitaria, sino en la necesidad estratégica –de la racionalidad de
mercado– de asegurar la reproducción y expansión de capital a toda costa,
ya sea a través del consenso o de la coerción abierta. Hay que considerar,
además, que para la corporación esta veta conflictual es sólo una más, ya
que la competencia Inter corporativa, las políticas públicas y el contexto
político pueden influir en su análisis de riesgo y oportunidades.
Para comprender mejor esa lógica contenciosa corporativa, debemos
analizar su relación con el Estado.
El Estado garantiza la reproducción de capital en su conjunto al regular las
pugnas entre capitales individuales, pero también organizando las condiciones
generales para la producción. Los Estados nacionales constituyen
campos de reglas y normatividad que, aunque aparentemente igualitarios,
en los hechos están condicionados por la interacción asimétrica en el sistema
interestatal por las fuerzas que los constituyen. El Estado produce
mercados, pero su funcionamiento depende del éxito de estos y de sus
capitales. Esto determina sus límites reguladores, ya que forma un interés
objetivo para proteger la acumulación. El Estado es entonces “la forma
política del capital” (Holloway-Picciotto, 2017 [1978]).
Las economías receptoras de capitales y sus estados “periféricos”,
como sabemos, están integradas de manera desventajosa en el mercado
mundial frente a las coaliciones de Estados y corporaciones, así como por
las jerarquías que se forman entre capitales y entre estados.
En las últimas décadas, los Estados han mutado para concentrar toda
su fuerza en hacer de los territorios nacionales una suerte de maquinarias
productivas que atraigan la inversión de capitales. El Estado “neoliberal” no
sólo impulsa una serie de medidas macroeconómicas para dar incentivos
a los distintos inversores para colocarse en el mercado nacional, sino que
rehace o reinventa a la sociedad nacional en su conjunto para reconstituirla
en todas sus esferas, con el fin de lograr la capacidad competitiva en la
arena global.
En la racionalidad neoliberal, como se sabe, se considera que el mercado
es el mejor mecanismo de distribución de bienes y servicios. El programa
político del neoliberalismo consiste en situar decisiones básicas de la economía
fuera del juego democrático (Laval y Dardot, 2013).
Esto ha sucedido también en el ámbito de la apropiación de la naturaleza,
con varias acciones que han reconfigurado el régimen socio-ecológico
mundial: 1) las agresivas políticas de apertura y concesiones territoriales
a los capitales extractivos, energéticos y agroindustriales; 2) las
políticas de estímulos y beneficios fiscales para esos capitales y para el
gran turismo internacional; 3) los cambios legales-constitucionales-reglamentarios
que debilitan, fragmentan o disuelven la propiedad colectiva
de la tierra; 4) la incorporación de esferas o bienes de la naturaleza a los
sistemas de precios que estaban fuera de las relaciones comerciales;
5) el eslabonamiento a una verdadera lex mercatoria mundial, a los Tratados
bilaterales de Inversión (tbi) y Tratados de Libre Comercio (tlc) que
implican una red de protección legal para capitales extranjeros a través del
mecanismo de solución de controversias inversor-Estado (Ghiotto, 2016).
Cabe destacar por separado el papel del Estado como garante de las
“condiciones generales de producción”, es decir, de su rol de inversor y
organizador de capitales orientados hacia la infraestructura comunicacionalenergética.
Lo que se nos aparece como política “económica” es a la vez un traslado
del ámbito de las decisiones sobre la naturaleza hacia arenas supranacionales,
con escasos o nulos controles desde lo local-comunitario. Esto
crea una enorme asimetría legal para muchas comunidades afectadas por
proyectos extractivos o agroindustriales; comunidades que sufren ya de
por sí segregaciones y exclusiones de los sistemas de justicia nacionales.
El diseño de los llamados “proyectos de desarrollo”, en la práctica implica
transformaciones extremas de la naturaleza, con las consecuencias sobre
sus modos de vida que ya hemos señalado. Todo ello planificado a espaldas
de los sectores subalternos. La escala hegemónica mundial y los planes
regionales y nacionales de re-territorialización subordinan y supeditan lo
local-ecológico-comunitario a las lógicas de transferencia de poder y normatividad
que aseguren la acumulación de capital global.
Empero, los intereses corporativos no se despliegan de forma automática
a través del Estado y las economías receptoras. Existe una trama
estatal que nos permite comprender tanto la acción gubernamental, por
un lado, como de las corporaciones con relación al poder del Estado, por
el otro. Existen al menos tres niveles de actuación que debemos analizar:
1) la posición mundial en que se inserta la economía receptora frente a los
poderes hegemónicos y las corporaciones; 2) el tipo de régimen político,
y 3) la orientación política de los gobiernos nacionales y sub-nacionales.
La relación centro-periferia y el intercambio ecológico desigual han sido
sumamente estudiados y debatidos. La inserción en el mercado mundial
de muchas economías receptoras se realiza en condiciones de desventaja
debido a su vulnerabilidad económica, su dependencia de inversiones extranjeras,
la presencia de instituciones débiles y poco confiables, así como
por la escala de las propias transnacionales.
Jakob Müllner y Jonas Puck (2018) sostienen que las condiciones de
negociación entre Estados y empresas fluctúan dependiendo de las coyunturas
internacionales de los precios –que pueden dar ventajas a los Estados
en la relación con las transnacionales–; de las orientaciones políticas de
los gobiernos en turno –que pueden significar campos de oportunidad o
amenaza para las corporaciones–; y de las condiciones estructurales de
las economías receptoras, como el déficit tecnológico que las hace dependientes
de las inversiones de capital.
Partiendo del caso venezolano, los autores antes referidos analizan las
estrategias empresariales para inclinar el equilibrio de poder a su favor
frente a un gobierno adverso en su política petrolera. Las corporaciones
extractivas recurrieron al cabildeo en sus países de origen para aislar al
gobierno venezolano; usaron el arbitraje internacional de manera diferenciada;
utilizaron ingeniería financiera para debilitar al gobierno; realizaron
acciones políticas con los actores opositores venezolanos y restringieron
las inversiones alternas a las que la economía venezolana podía recurrir.
Esta sofisticada presión, poder y ataque corporativo nos permite llegar a
algunas conclusiones si pensamos en el conflicto eco-político con actores
comunitarios:
1) El conflicto eco-político está determinado no sólo por la coalición Estado
central-empresa transnacional, sino por el grado de alineación
entre estos y el Estado de la economía receptora. La presión política
de estos agentes es decisiva para comprender (al menos en parte) la
posición gubernamental ante los conflictos comunitarios.
2) En los casos donde el Estado anfitrión rompe con la alineación internacional,
el Estado periférico se vuelve protagonista del conflicto
eco-político mismo, que busca la explotación de recursos de manera
“soberana”. Esto cambia el carácter político del conflicto, pero no la
disputa del poder a través de la naturaleza, como en los casos de los
gobiernos progresistas de América Latina que reproducen el modelo
extractivista.
3) Las corporaciones activan estrategias multi-escalares. En la dimensión
global, pueden formar coaliciones de interés corporativo y radicalizar su
actuación extra-económica cuando sus intereses y propiedades están
en riesgo. Debido a que, en buena medida, sus recursos políticos y sus
intereses son de carácter mundial, cuentan con una enorme resiliencia
ante los conflictos locales. Sin embargo, el riesgo político nacional de
gobiernos adversos que cambia las reglas del mercado puede tener
un equivalente en los conflictos eco-políticos locales cuando estos se
multiplican a escala nacional, o bien cuando el escalamiento y polarización
alcanzan la arena internacional.
El alineamiento de Estados-corporaciones y la escala de la conflictividad
se realizan en entramados institucionales particulares. Adam Przeworski ha
demostrado en un trabajo emblemático que tanto las dictaduras como las
democracias pueden atraer inversiones y asegurar el crecimiento económico.
A través de un estudio comparativo de numerosos sistemas políticos,
Przeworski concluye que “la posible desaparición de una dictadura hace
que los inversores huyan, mientras que su posible advenimiento hace que
se reúnan” (2016, 215).
La capacidad de adaptación corporativa a entornos estatales autoritarios
o híbridos parece ser la condición que marca la continuidad de la
acumulación. Las economías receptoras con estados autoritarios o débiles
aparecen como un campo de oportunidad corporativa para las inversiones.
Otros estudios destacan la capacidad adaptativa de las empresas a las
legislaciones locales en cuanto a sus prácticas de gestión medioambiental.
Esto se traduce en que las corporaciones prefieren modificar las prácticas
de sus filiales a entornos menos exigentes en lugar de estandarizar sus
procesos a la legislación de sus matrices, donde las reglas son más estrictas
(Aguilera, Aragón y Hurtado, 2010).
Cabe preguntarse, entonces, si las corporaciones pueden adaptarse
también a estrategias de violencia estatal como modo de respuesta ante la
acción colectiva comunitaria. Existen antecedentes que ligan las actividades
extractivas con la guerra civil (Collier y Hoeffler, 2005). En esos casos, los
grupos rebeldes pueden obtener ingresos a través de la venta de minerales,
controlando directamente la producción u obligando a los productores a
entregarles beneficios (Berman et al. 2017). En esos casos, las empresas
se encuentran con la opción estratégica de aumentar la seguridad de las
minas, o bien sobornar a los grupos rebeldes. La investigación encuentra
evidencia sobre la segunda opción, práctica más frecuente entre las empresas
de propiedad extranjera.
Si bien parecería que el aseguramiento de los recursos a cualquier costo
es una opción propia sólo de economías receptoras periféricas, corruptas
y con alto riesgo político, Granovsky-Larsen y Santos postulan que “el giro
contemporáneo hacia la dependencia militar de los contratistas privados
ha llevado al surgimiento de la contrainsurgencia corporativa” (2018). Esto
se traduce en la subcontratación de tareas militares mediante empresas
privadas en escenarios no bélicos. Llaman la atención las estrategias de
espionaje, infiltración y acoso a movimientos indígenas y organizaciones
ambientalistas, en uno de sus casos estudiados: el de Dakota Access Pipeline
en Estados Unidos, una democracia consolidada. Esto nos obliga a
destacar que, ante el escalamiento conflictual de numerosos movimientos
ambientalistas y la intensificación de la competencia interestatal e interempresarial,
una de las posibles opciones estratégicas corporativas para
asegurar los recursos es el empleo de organización o financiamiento directo
o indirecto de contrainsurgencia tanto de cuerpos armados privados como
de fuerzas irregulares, en casos extremos y/o de interés estratégico.
La adaptación de inversiones corporativas en contextos autoritarios, a regulaciones
ambientales débiles, así como el involucramiento en actividades
criminales corporativas nos habla, por un lado, de una estrategia oportunista
que aprovecha cualquier escenario o circunstancia para mantener sus
operaciones en marcha; por el otro, muestra la necesaria interacción con el
Estado que refuerza a su vez el despliegue de las inversiones. Los delitos
corporativos son facilitados por el Estado o iniciados directamente por este
con la cooperación empresarial (Bradshaw, 2015) y no se circunscriben a
las tecnologías coercitivas. Incluyen por supuesto las puertas giratorias,
el nombramiento de funcionarios pro-empresariales, el cabildeo políticoestratégico
o lobby empresarial en organismos multilaterales y parlamentos
nacionales y la corrupción.
La modificación de la gobernanza mundial de los bienes naturales, por
medios legales, ilegítimos o criminales, se implementa a través del sistema
estatal, constituido por aparatos de gobierno, administrativos, coercitivos,
estructura judicial y gobiernos subcentrales. Aquí es donde tanto el
régimen político como las orientaciones particulares de los gobernantes
pueden implicar complicaciones para un despliegue lineal de los intereses
corporativos.
En los conflictos eco-políticos, los movimientos comunitarios encuentran
al menos cuatro elementos de contrapeso ante la coalición Estado-corporación
o Estado “soberano” en democracias liberales o regímenes híbridos:
1) la protección jurídica ante tribunales; 2) la sinergia, apoyo o alianza con
gobiernos subcentrales, actores o fuerzas políticas institucionales; 3) la
invocación del derecho a consulta basados en el convenio 169 de la oit, y
4) la denuncia pública nacional e internacional en medios de comunicación.
Aunque estas condiciones no definen la conflictividad en sí misma, otorgan
escenarios más favorables para los movimientos comunitarios, que no se
encuentran en regímenes autoritarios o dictatoriales.
Sin embargo, las democracias en Estados débiles son por supuesto
entramados institucionales que juegan en contra de los intereses de los
actores más débiles del conflicto eco-político. Esto puede verse reflejado
en: 1) veredictos jurídicos a favor de los movimientos comunitarios que
nunca llegan a implementarse; 2) cumplimiento formal de procedimientos
de aprobación de impactos ambientales que no tienen mecanismos de verificación
práctica; 3) normatividad incompleta o incoherente entre ámbitos
internacional, nacional y local, y 4) impunidad ante la presencia de actores
secundarios violentos o armados, así como ante violaciones a los derechos
humanos comunitarios por parte del propio Estado.
Los intereses de empresas proveedoras movilizadas por los proyectos
corporativos, así como de gobiernos subcentrales en competencia por la
atracción de capitales, abren la puerta a la acción no institucional de un
sinnúmero de micro-actores locales que pueden sumarse a la violenta deriva
de los conflictos eco-políticos en contextos de escasa regulación estatal.
El conflicto eco-político carece, estructuralmente, de vías y procedimientos
institucionalizados para dirimirse en democracia con excepción del litigio
jurídico. El conflicto des-institucionalizado es altamente inestable y tiende
a la polarización. La tendencia de institucionalización en marcha hasta hoy
ha sido privilegiar la consulta previa libre e informada –como respuesta a
la propia demanda de los pueblos– para zanjar el conflicto eco-político,
aunque con un evidente uso propagandístico o legitimador desde el Estado.
Como ha demostrado Marcela Torres Wong (2019), los procesos de consulta
han terminado siendo contraproducentes para los propios pueblos y
comunidades movilizadas, pues en los casos de su estudio, los proyectos
han sido siempre aprobados a pesar de la oposición comunal.
El conflicto des-institucionalizado abre márgenes importantes para la
estrategia de oportunismo corporativo, así como para la imposición de los
intereses económicos de los actores secundarios locales, pero también,
como es usual, para ser aprovechados por los aparatos de gobierno que
criminalizan a los movimientos sociales (con métodos represivos legales
o ilegales, con deslegitimación, desinformación y contrainsurgencia). Sin
embargo, la institucionalización del conflicto ha llevado a legitimar, vía
consulta, los proyectos extractivos.
Aunque existen numerosas negociaciones formales e informales en
muchos conflictos eco-políticos, estos rápidamente se polarizan. Esto
se debe a que las democracias liberales y las corporaciones toleran sólo
cierta política de negociación: la de las mitigaciones, indemnizaciones y
redistribución de la renta, pero no la obstaculización a la apropiación de
la naturaleza, es decir, aquella acción que altera la continuidad de la acumulación.
Entonces aparece la cara despótica del capital-estado que sólo
acepta la legitimidad de las demandas comunitarias si estas se subordinan
al nuevo orden impuesto a través de la mercantilización de la naturaleza.
El conflicto eco-político depende, entonces, de la capacidad de veto del
ecologismo comunitario a las inversiones y proyectos de apropiación de
la naturaleza, y en especial de su acumulación de fuerza que obligue a
detener el proceso de apropiación corporativa de la naturaleza.
La centralidad de los movimientos de base comunal en la conflictividad ecopolítica
puede entenderse por su particular mecanismo social cuya base
son los ecosistemas locales y el entramado comunitario que se despliega,
en buena medida, a partir de este. Defender la tierra o la naturaleza es, en
muchos casos, defender la comunidad y no sólo los medios de vida materiales.
El acierto de la economía ecológica y el marxismo ha sido destacar ese
vínculo objetivo y material con la naturaleza y su escisión o separación (acumulación
por despojo) como principal causa del conflicto (Harvey, 2003). La
teorizacion de los mecanismos sociales y de la produccion de lo comun
permiten, además, rastrear los modos de reproducción social que se quedan
sin la base material en la que despliegan sus propias formas de vida.
Sin embargo, a ese nivel de abstracción, la heterogeneidad y multiplicidad
comunitaria, así como los sujetos comunales y su politicidad, se
simplifican, permitiendo una lectura errónea esencialista e idealizada de
ellos. Es indispensable reconocer esa diversidad comunal para explicar las
distintas respuestas ante la oleada de apropiación y nueva gobernanza de
la naturaleza que se impone sobre el mundo.
Antonio Gramsci caracteriza a los subalternos por su pluralidad, disgregación
y por responder con un estado permanente de defensa alarmada
ante la iniciativa de las clases dominantes. Modonesi (2010) define la
subalternidad como incorporación y aceptación relativa de relaciones de
mando-obediencia, e incluye los modos de negociación de la subordinación
como parte de ella.
Proponemos partir del carácter subalterno histórico de los pueblos y
comunidades, así como del metabolismo social rural para comprender el
conflicto eco-político.
La comunidad como modo de reproducción social históricamente ha sido
dominada, y su potencia colectiva subalternizada bajo mandos exógenos.
La capacidad micro social de la forma comunidad para reproducir la vida
es muy débil frente a entes de fuerza organizada en escalas mayores.
En la construcción de los Estados independientes en América Latina,
las formas político-comunitarias fueron subsumidas en la trama estatalnacional,
lograron inclusión subordinada, desmantelamiento o instrumentalización,
que recreó o actualizó las viejas jerarquizaciones coloniales.
Las comunidades reproductivas muchas veces también fueron atadas a
los poderes regionales de cacicazgos y corporativismos.
La incesante expansión capitalista mundial se ha enfrentado históricamente
con múltiples formas de política comunitaria: desde la adaptación
y acomodamiento a las invasivas lógicas estatal-mercantiles que reconfiguran
las propias prácticas comunales para perdurar y persistir, hasta la
resistencia y la insubordinación.
Las formas comunitarias contemporáneas son también resultado de su
sometimiento histórico, de sus preferencias, negociaciones y adaptaciones
con los estados coloniales primero e independientes después, de las relaciones
de dominación que las atraviesan internamente, de sus múltiples
formas de resistencia y también, de vez en vez, de sus proyectos y horizontes
de emancipación.
En las sociedades latinoamericanas, esta subalternidad se constituyó en
buena medida como una asimetría racializada que hoy se actualiza como
etno-clasista. La subordinación de las comunidades campesindias se erige
muchas veces a partir de la inferiorización de sus cambios socioecológicos
y de la certeza dogmática de la superioridad tecno-productiva del
mercado. La subalternidad comunitaria no es, sin embargo, sólo relacional
y racial sino territorial: ha sido materializada en formas diferenciadas y desiguales
de apropiación de la naturaleza, que implican formas territorializadas
de segregación, explotación y despojo histórico. La subordinación creciente
de los mecanismos rurales a las formas industriales y la subsunción de las
economías de subsistencia al mercado mundial, completa un haz de relaciones
asimétricas, opresivas y desiguales, insoslayables.
Por tanto, para comprender la política comunitaria en el conflicto ecopolítico
es indispensable tomar en cuenta: 1) los grados de autonomía
o subalternidad ante los Estados nacionales, gobiernos subcentrales y
poderes locales que pueden implicar la instrumentalización de sectores
comunitarios; 2) las distintas formas de metabolismos socio-ecológicos
comunales que pueden ser parcial o totalmente sostenibles ambientalmente
o integrar prácticas que no lo son; 3) el grado unitario o fragmentario de
respuesta ante las actividades de apropiación que pueden ir desde la
unidad total, hasta la fragmentación intracomunitaria, intercomunitaria e incluso
intrafamiliar; 4) la historicidad local y regional, étnica y campesina-comunal
de dominación, segregación y exclusión a través de la naturaleza; 5) las
condiciones objetivas de las economias de subsistencia, produccion y
mercados a las que están articuladas las comunidades en cuestión.
Estos elementos explican en parte que Estados y corporaciones
esfera muchas veces están descolocados ante una política-comunitaria que
desconocen y cuya dinámica sólo es comprensible a nivel local, lo cual
es una desventaja para dichos agentes. También explica que la acción de
apropiación estatal-mercantil producirá conflictos derivados entre e intracomunitarios,
ya que la respuesta comunal no siempre es unitaria. Esto
explica finalmente que estrategias más requieren de corporaciones y
gobiernos utilizan esa pluralidad como debilidad de los sujetos comunales
para imponer la continuidad de los proyectos de inversión, atizando su
división y hasta el enfrentamiento entre sí.
De este modo, la atribución de sentido de algunas comunidades pasa
por buscar acuerdos de regalías o renta de la tierra para la explotación, o
negociaciones de mitigaciones, reparación ecológica o indemnizaciones.
Este conjunto de demandas está ligado al campo de valorización dinerario
donde las comunidades, evaluando su propio beneficio e interés, o bien
considerando que la derrama económica es una oportunidad de aprovechamiento
comunal, deciden establecer un acuerdo con las corporaciones y/o
el Estado. Algunas comunidades deciden someterse a las nuevas formas
de apropiación y gobernanza de la naturaleza ya sea aceptando de manera
relativos oa regañadientes, adaptándose a las nuevas configuraciones socio
territoriales de mercado decididas verticalmente, o resignándose ante un
poder que los rebasa.
Cabe preguntarse entonces cómo se produce la formación del antagonismo
en torno a la naturaleza que lleva a otros sujetos comunes a rechazar,
vetar e insubordinarse ante las lógicas de control corporativo-estatal. Podemos
formular una explicación que permita comprender un proceso emergente
de antagonismo en torno del poder en la naturaleza, en tanto interacción
y formación de un sujeto común que lucha.
Los sujetos comunitarios experimentan y viven estas situaciones de subalternización
y las manejan con sus propios recursos cognitivos, valorativos,
emocionales e identitarios (Thompson, 1994). El antagonismo y el conflicto
dependen totalmente de la atribución de sentido, del complejo proceso de
juicio y evaluación individual, familiar y colectivo de quienes integran las
comunidades de reproducción, que pueden reconocer la situación como
injusta. La disposición comunitaria a luchar es un proceso de subjetivación
que puede identificar tales situaciones asimétricas como amenazas,
agravios, ofensas o indignación (Moore Jr., 1989). Esta depende en parte,
como en todo movimiento sociopolítico, de los entramados particulares de
liderazgo, estructuras organizativas instituciones, colectivas de deliberación
y formas de hacer política, en este caso comunitario.
En esa indignación interviene, más que en otras conflictividades y antagonismos
ambientales, la memoria de agravios y su condición subalterna
histórica; la conciencia sobre las fronteras socioecológicas que
fueron impuestas, acordadas o ganadas en el pasado; el recuerdo de luchas anteriores,
pero también el ejemplo de otras contemporáneas; el juicio sobre
las acciones de los poderosos de ayer y las del Estado y las corporaciones
de hoy; sus modos de comprender el mundo ya sí mismos a través de sus
mitos y espiritualidades, así como el papel de estas en su relación con la
tierra, el territorio y la naturaleza; sus criterios sobre los riesgos reales o
potenciales para la vida y la subsistencia afectados por la apropiación de
la naturaleza; la valoración racional sobre sus condiciones económicas y
sus alternativas materiales y productivas ante el despojo o las afectaciones
ambientales; el arraigo identitario sobre sus propias formas de producir,
consumir y vivir comunalmente que identifican como su modo de vida ya
la vez como su propia identidad como pueblos o como campesinos.
La desaprobación comunitaria ante las formas dominantes de apropiación
de los bienes comunes va mucho más allá de los valores y significaciones
sobre la naturaleza. El antagonismo es también un amasijo de enojo
y rabia, de “ira justa”, una emoción moral, es decir, no impulsiva, forjada a
a partir del juicio sobre lo injusto de la acción de los más fuertes en torno
a la naturaleza, una evaluación y “emoción sancionadora” (Flam, 2005). Pero
es también una disputa objetiva de valores de uso distintos: el uso de la naturaleza
como insumo industrial y desagüe, o como medio de reproducción
comunal; como uso local o para mercados de exportación, que determina
evidentemente cómo y quién se beneficia de la misma naturaleza.
Por ello, la deliberación comunitaria formal o informal puede implicar
un profundo cuestionamiento al acaparamiento que produce riqueza concentrada
en unos cuantos en medio de la pobreza de muchos; la crítica y
señalamiento al Estado que olvida por acción u omisión sus obligaciones
protectores de los más débiles en favor de los poderosos; el agravio del
modo de apropiación territorial que ofende por su violencia, descubrimiento, corrupción
o avasallamiento; la humillación y el desprecio etno-clasista que
suelen desplegarse ante los modos de vida comunitarios, considerados
obsoletos, miserables o pre-modernos; la ira provocada por el menosprecio
de sus modos políticos comunitarios, que generalmente son excluidos de
decisiones vitales sobre la tierra y el territorio.
En suma, en la conflictividad que hemos denominado eco-política no se
defienden exclusivamente intereses materiales (ganancias compartidas o
medios de vida), ni únicamente valores (significados étnicos de la naturaleza
en distintos lenguajes de valoración), ni sólo formas de lo común (representadas
en las reciprocidades comunes); estas colectividades también
se defienden de la subordinación que implica una nueva jerarquía socio
ecológica que monopoliza el acceso a la naturaleza, vista como un poder
exógeno que se les impone. Se resisten a un poder mayor que los vuelve
subalternos a través de su relación con la naturaleza. Muchos de estos
movimientos comunales asumen que, ante una lucha desigual, asimétrica
e injusta, lo que defienden es su dignidad, es decir, su lugar adecuado en el
mundo como seres humanos (Jasper, 2018) y se resisten a ser humillados
por ser pobres , indígenas o campesinos.
La valoración política que hacen muchos núcleos dirigentes comunales
de la lucha desigual que les desfavorece, los lleva a construir una estrategia
defensiva (no siempre clara ni del todo coherente o acabada, en ocasiones
desesperada):
1) usando la ventaja de su conocimiento y ocupación territorial, en ocasiones,
bloqueando físicamente las operaciones corporativas, obstruyendo caminos, accesos
o maquinaria, y en los casos más radicales,
infringiendo daños materiales al equipamiento, infraestructura y transporte
corporativos;
2) impulsando la defensa jurídica a través de alianzas con expertos de
organizaciones civiles, a menudo en la arena internacional, en el campo
de los derechos humanos y ambientales;
3) buscando apoyos y aliados –otros movimientos comunitarios en situación
similar, colectivos, activistas, científicos, artistas– que fortalezcan
y respalden su propia postura opositora y que sirvan de caja de resonancia
de sus demandas a través de coaliciones, redes o frentes.
4) recurriendo a la protesta comunitaria-popular;
5) en su caso, acudiendo a la interlocución con corporaciones y actores
gubernamentales, sea como táctica dilatoria o para ganar fuerza
cuando su propia debilidad muestra a los vulnerables.
Una vez desplegado el conflicto como movimiento antagonista, es en
el proceso de interacción contenciosa frente a las corporaciones y el Estado
donde emerge una discursividad e identidad colectivas que podemos
llamar ecologismo comunitario, donde los sujetos movilizados se actualizan o
recuperan sus propias identidades agroecológicas y etnoterritoriales, a la
vez que piensan en colectivo sus intereses materiales. El ecologismo comunitario
no está́ ahí,́ sino que deviene, como resultado de una subjetivación
política colectiva que los hace conscientes de sus propios
procesos socioecológicos y los aliena a defenderlos.
Es la resistencia a la subalternización y la acción antagonista la que crea,
moldea, actualiza o recrea identidades, discursos y proyectos comunitarios.
El ecologismo comunitario se forma en la movilización y el conflicto,
constituyendo en algunos casos proyectos de control, acceso, uso, cuidado
y gestión de los bienes naturales, la tierra y el territorio en clave comunal.
En la medida que la acción comunitaria logra construir coaliciones intercomunitarias
o intersectoriales, tiene la capacidad de control territorial,
busca defender y reconstruir su propio movimiento socio-ecológico y constituye
un horizonte de “ecologismo comunal”, es decir, defiende su propio
poder en la naturaleza, tenderá a obstaculizar de forma creciente y radical
la apropiación corporativo-estatal. Es este el epicentro de la dinámica del
conflicto eco-político. Conflicto como contradicción entre grandes
fuerzas que ejercen el poder a través del control de la naturaleza y la resistencia
a la subordinación por medio de ella.
Conclusiones
Las relaciones de dominación y subordinación a través de la naturaleza
han sido subestimadas en las teorías de los conflictos socioambientales,
centrando su atención en los efectos y externalidades en el medio ambiente
provocado por los procesos económicos. La apropiación de la naturaleza
(material) y los dispositivos de poder (relacionales) para asegurarla, no
pueden separarse.
El conflicto en torno a la naturaleza es no obstante una relación de
mutua determinación entre sujetos en movimiento. Por ello, hemos construido
las mediaciones que permiten hacer inteligible la acción de cada agente
y sus motivaciones, ancladas en intereses, necesidades, historicidades, y
valoraciones.
Argumentamos que, como proceso estructural global, el cambio del régimen
de acumulación de capital y el modo de regulación estatal ha constituido
un nuevo régimen socio-ecológico mundial, que implica una nueva relación
entre clases dominantes y clases subalternas a través de la naturaleza. Ha
sido un proceso de transformación metabólica forzada donde comunidades
campesinas e indígenas han tenido que aceptar un modo de control de la
naturaleza que les desfavorece, o insubordinarse.
Los alineamientos y coaliciones de fuerzas derivadas de dinámicas de
poder mundial en el sistema mundo son indispensables para comprender
la conflictividad eco-política: la coalición corporación-Estado central y el
eslabonamiento o no de las economías receptoras ante los intereses de los
primeros. El alineamiento o no de los aparatos del Estado para impulsar
o proteger dichos intereses, derivado del tipo de régimen político y de la
capacidad estatal-institucional para implementar medidas de protección o
cumplimiento de la ley. Finalmente, las coaliciones que las comunidades
movilizadas logren construir, así como el grado de cohesión o unidad intra
e intercomunitaria son decisivas.
El imperativo de acumular constituye una racionalidad de maximización
de ganancias y minimización de pérdidas que es inherente a la visión estratégica
corporativa que busca proteger sus intereses. Esto conlleva una
atribución de significado a los riesgos políticos representados por gobiernos
adversos o comunidades movilizadas como amenazas. Las estrategias
oportunistas de adaptación corporativa derivadas de dicha visión –a través
del consenso o la coerción– exacerban la conflictividad.
Si bien el tipo de régimen político de las economías receptoras no determina
el crecimiento ni las inversiones, sí supone escenarios muy distintos
de confrontación política. El Estado como forma política del capital asegura
las condiciones de reproducción general de la acumulación; empero, las
distintas orientaciones de gobiernos implican distintas condiciones de negociación
con los capitales, aunque el tratamiento de la conflictividad se
mantiene dentro de rangos consensuales siempre y cuando no se obstaculicen
las operaciones corporativas ni sus intereses estratégicos.
La movilización político-comunitaria desarrolla antagonismos esenciales
en torno del poder a través de la naturaleza. La atribución comunitaria de
sentido como agravio e injusticia y como defensa de la dignidad, son formulaciones
que no pueden reducirse al conflicto de intereses –aunque los
incluyen– y se explican mejor en las relaciones asimétricas tanto históricas
como contemporáneas de territorialidades socio-ecológicas de exclusión ,
dominación y despojo.
Los aportes hacia una teoría del conflicto eco-político permiten mejorar
nuestra comprensión de las relaciones entre estructuras y teoría de la
acción, complejizar la dinámica adversarial y, en especial, entender las
relaciones y dispositivos de dominación entre clases dominantes y clases
subalternas a través de la naturaleza.
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Publicado originalmente en Acta Sociológica 85-86, 2022 Descargar PDF “La dinámica del conflicto ecopolítico: Trasnacionales, gobiernos, y movimientos comunales”